Daniela, lágrima de arena
DANIELA ABRE LA puerta, recibe la caricia de Gato procurando no agradecerla y al cerrar da dos vueltas completas de llave, coloca el pasador, la cadena y ajusta el pestillo. Se deja arrastrar por el gato hasta la nevera y el ritual de la leche, la música antes que la desnudez, el cigarrillo número doce aunque lo que le apetece es un café, reguero de ropas hasta el cuarto, la cama inmensa y vacía de él, que la llenaba tanto.
A la cama, piensa, a la cama.
Yo estoy bien, yo estoy bien, yo estoy bien.
Para.
Sabe que repetirse esa obviedad (porque estoy bien) media docena de veces (pero estoy bien), equivale a reconocer que está fatal.
—¡Y yo estoy bien! —le grita a Gato.
Gato no se inmuta.
El gato es el mejor amigo de la mujer, piensa Daniela, el perro lo es del hombre.
Igual puede sacar algo de eso, mañana, en la agencia.
Una buena idea que antes de llegar a convertirse en spot para la tele pasará por mil filtros para que otros, más encumbrados, con más experiencia, y HOMBRES, puedan apuntarse el tanto. Aunque todos sepan que la idea, como tantas otras, ha sido de la chiquita ésa, ayudante de ayudante de copy, becaria hasta hace unos meses, y suerte que has tenido, porque su título de universidad privada de provincias, pagado con tantas noches trabajando de camarera, no es un título de VERDAD, y haber llegado al oficio de la publicidad con veintitrés y usando sujetador es un impuesto a pagar.
«“Un sujetador lleno de talento»”, como le dijo hoy el cerdo de Bermúdez, supuesto Director Creativo que ni crea ni dirige: “«¿por qué no tomamos una copa después de la oficina, Daniela? Sabes que puedo hacer mucho por ti ... y espero que no me interpretes mal... ”punto“ Que no, Bermúdez, bien que te interpreto, me quieres comer la cabeza para llevarme a un hotel y que yo te coma otras cosas. ¿Sabías que las chicas de la agencia te llaman Fernando Alonso, porque al parecer ostentabas un récord de velocidad insuperable, pero ahora dicen que no llegas nunca al final de la carrera?”» punto.
—Y un nuevo enemigo ganado, no tenías que irte a la cama con él y te sobran tablas para esquivarlo el tiempo suficiente como para asentarte en el trabajo y que deje de IMPORTAR lo que opine un jefe de segunda fila, porque una vez que conocen tu trabajo… No estarías de casi lleva cafés, hazme fotocopias, avisada a última hora de las reuniones creativas de base, porque a las otras, las reuniones de la sexta planta, no te llaman.
Daniela sacude la cabeza.
Juraría que Gato HA DICHO todo eso, ella vio cóomo su boca partida se movía.
Se despoja de la ropa interior y gatea hasta el gato.
Lo acaricia y recibe su ronroneo. El gato se llama "«Gato"» porque Daniela no quiere ponerle nombre a nada.
—Eres lo único masculino que no detesto —susurra.
Entonces recuerda que hace un año, cuando Gato llegó por la ventana a este piso cuyo alquiler consumía casi los ingresos de Daniela deseecque debía pagarlo sola, lo llevó al veterinario para que lo castraran, pero cambió de idea en el a último momento.
Y jura, una vez más, que no era un acto simbólico y que no tuvo nada que ver con Daniel.
Ya cometió el error.
Nombrarlo.
Padecer ese temblor que odia y que la sacude hasta cuando escribe su propio nombre, antes de llegar a la "«a"» salvadora.
Daniel por todas partes, encima, debajo, escribiendo en las paredes con mil colores y mil tipos de letras la palabra siempre.
Daniel guisando, peligro inminente, caos de cacharros, salsa en el techo y sangre en la arena. El futón de color arena, la alfombra de color arena, su piel de color arena. La misma arena en la que trató de enterrar el cuerpo voluptuoso (se había operado las tetas, joder) de Leticia cuando los pilló juntos en su futón de color arena y se le cayó el castillo para siempre.
Manotea el aire para espantar el recuerdo pero permanece, en esta nueva casa ya no hay NADA de color arena, y aún así, Leticia desnuda y, pese al dolor y el espanto, el resquicio para captar, notarial, su cuerpo (lo que me faltaba, además de cornuda, lesbiana reprimida, piensa que pensó aquella mañana al volver y sorprenderlos), su cuerpo hundido en el futón, putón, putón, gritó o creyó gritar mientras se comía las palabras, porque la música, en casa siempre la música y por eso no la oyeron llegar y hasta se permitió el gritito cómplice y ridículo, nunca lo llamaba Osito delante de los demás, para proteger su aspecto de ejecutivo alternativo de empresa de Comercio Justo pero Daniel no había respondido, sordo por sus propios gemidos y el sobresalto de pensar un ataque, se está muriendo y he llegado a tiempo, un ataque y correr al cuarto y verlo hincado sobre el putón, sobre el futón, Leticia, amiga-lapa a la fuerza, “«pero Osita, no puedes ser tan ermitaña, si la chica cree que eres un genio y quiere ser tu amiga, para qué rechazarla, quiere ser como tú” », había dicho él, tan razonable; y como Daniela era, la cabeza hundida en el futón (¿cómo no me ahogo cuando hacemos eso?, alcanzó a pensar su mente antes de comprender que NO ERA ella la que estaba debajo de Daniel.
Más que rabia, lo que Daniela sintió fue caparazón.
Caparazón no es una superficie que cubre el cuerpo de ciertos animales, caparazón es una sensación y, no señor, digan lo que digan los herederos de Jaques Costeau, caparazón va por dentro. Es algo que se cierra y no volverá a abrirse nunca más. Caparazón.
Ahora, en esta casa sin huellas de Daniel y sobre la alfombra azul, no más arenas en su vida, evoca con un triste vestigio del orgullo su reacción frente a la simbiosis putón-futón.
Recuerda que retrocedió hasta tener el mejor angulo y los grabó con su teléfono mientras se fundían, con sonido y todo, qué ridículo el orgasmo de Leticia, que sólo sabía maullar al borde de la histeria. Luego dejó la el movil sobre la cómoda, grabando , y mientras él se derrumbaba sobre ella y sobre la arena, mientras volvían al mundo terrenal, Daniela empezó a aplaudir, acompasada y feroz.
Poco más.
Solo la explicación sin explicación de Daniel, el pánico de Leticia, y el pecado imperdonable de manchar en el descuido el futón color arena. Antes bromeaban sobre la conveniencia de ponerle fecha a las manchas, a las constelaciones manchadas del futón, el amor resiste hasta el wip exprés, decía él cuando entre abrazo y abrazo pasaban revista al mapa de viejas manchas.
El resto, borroso.
Sólo el aplauso vengador y lento que no cesó mientras buscaban la ropa, se vestían cómo podían y Leticia partía primero y él estaba a punto de seguirla, pero vacilaba y volvía atrás, para boquear una disculpa, una fórmula mágica, todo inútil frente al aplauso gélido de Daniela, que siguió marcando en cada golpe una porción de caparazón al cerrarse, siguió cuando ya era de noche, cuando revisó el vídeo y lo vio cien veces para dejar de llorar, y lo envió por whatsapp y por mail al querido y adinerado novio de Leticia, al padre de Leticia, al trabajo estúpido pero bien pagado de Leticia, y, por supuesto, al correo electrónico de Leticia.
Se duerme así, herida, sobre la alfombra azul y con el gato sobre el pecho. Se duerme de espaldas al espejo y eso le ahorra la humillación de comprobar que, en esa media luz, su piel tiene color de arena.
El timbre, destemplado. Esa palabra tiene posibilidades, piensa mientras va hacia la puerta.
¿Qué hora es? Posibilidades pero difícil de pronunciar y en un anuncio es importante que las palabras queden. Son las tres de la mañana. Mira por la mirilla (apuntar el juego de palabras), y dice algo que nunca podría usar para un spot:
—¡Me cago en mi puto padre!
Rescata una camiseta de la cesta de la colada, se la pone y abre la puerta.
Es su puto padre.
—No entiendo.
—¿Qué hay que entender, hija?
—No me llames hija. Tengo un nombre, aunque igual no te acuerdas.
—Joder, Daniela, si acudo a ti es porque…
—… porque no tienes a nadie más. ¿Y crees que eso lo mejora?
El puto padre tiene unos 50 años y lleva el pelo como si nadie le hubiera avisado que los 70 han quedado atrás. Es delgado y después de tanto tiempo sin verlo, Daniela ODIA reconocer en sus rasgos algunos rasgos que ve cada mañana en el espejo.
El puto padre lloriquea, sin lágrimas, en letanía, como si a ella le importara el resumen de sus fracasos:
—…y ya sabes que mamá tenía sus asuntos, desde que eras pequeña siempre has sido muy lista y supongo que lo sabías. Incluso cuando te fuiste…
—Cuando me echaste.
—…ella ya salía siempre sola, me había perdido el respeto.
—El respeto se gana. Si te lo pierden, será por algo.
—…y además, la fábrica cerró, me echaron a la calle, Daniela, ¡Después de tantos años de servir sin rechistar!
—Eso es cierto: hasta donde recuerdo, cada vez que tocaba despedir gente, te encargaban hacerlo a ti. Creo que disfrutabas con eso.
—No seas cruel. Después, tú no lo sabes, como nunca llamas ni escribes…
—Escribí cuando me moría de hambre y me devolvías las cartas.
—…después intenté montar un taller de confección por mi cuenta, pedí un crédito, pero todo está organizado para que el pez grande se coma al chico, y …
—Abrevia, Manuel. No tengo toda la noche, ¿sabes?
—¡Que tu madre me ha echado! Quiere rehacer su vida, creo que tiene a alguien…
—Y entonces…
—Entonces me vine a Madrid, a buscar trabajo. Sabes que soy bueno en lo mío y …
—¿Cuánto tiempo, Manuel?
—¿Qué?
—¿Qué cuanto tiempo necesitas quedarte en MI casa, a la que llegas seis años después de haberme ECHADO de la TUYA?
—Yo… en un par de meses estoy seguro de que conseguiré algo.
Manuel tiene ojos de perro triste.
Daniela recuerda lo que hace unas horas pensó de los perros: son amigos del hombre, pero no entienden a la mujer. Su puta madre nunca le cayó bien, pero al menos tenía carácter.
Manuel siempre ha vivido como pidiendo perdón por respirar.
La primera imagen de él que recuerda viene del pozo del tiempo: le parece verlo desde la cuna, cantándole una nana que sonaba a disculpa.
Daniela ha buscado dos mantas y una almohada en el armario, las ha tirado sobre el sofá donde su puto padre sonríe agradecido, y siente ganas de patearlo.
No es su padre ya.
Nunca lo fue.
Es un hombre. Si se queda más de dos meses tendrá derecho a caparlo.
Y esta vez no dudará, como con Gato.
—Este es el trato, Manuel: esta noche te quedas, en el sofá. Mañana, veremos. Pero te advierto: es MI casa, son MIS reglas y procura no tocarme MIS ovarios.
Su puto padre asiente, acaricia a Gato.
—¡Y deja de malcriar a MI gato!
Daniela no logra dormirse y extraña el maldito fantasma de Daniel, aunque cada vez se parece menos a Daniel y más al recuerdo perfeccionado: Daniel muere el día ANTES de que ella lo pille con Leticia en su futón arena. Daniel es aplastado por un piano que cae de un piso 122, y su último adiós es musical. (Tal vez podría sacar una mano vacilante entre las tablas reventadas, desde abajo, y con tres dedos quebradizos trazar un acorde lúgubre, una canción de amor y despedida, ¿algo en plan celta, con praderas verdes y demás? No hay que pasarse, piensa Daniela mientras gira en la cama porque acaba de recordar algo que había olvidado de su puñetero padre: RONCA.
Y el bramido atraviesa las paredes y retumba en su cuarto.
En cualquier caso, lo del piano, aunque clásico, tiene su encanto.
Ya que no ha de dormir, bracea bajo la cama hasta hallar el iPad, único tesoro que pudo permitirse desde que tiene que correr sola con todos los gastos de la casa tras la fuga-desalojo de Daniel.
En realidad, se dice, yo no corro con los gastos, ellos me persiguen. Y siempre me alcanzan.
Acaricia el aparato como lo haría el bicho asqueroso de El Señor de los anillos, lo enciende y abre el archivo titulado:
Muertes perfectas para Daniel (Listado provisional)
Es un archivo largo.
Daniela duda si colocar lo del piano al final o proceder de una vez a la clasificación por variedades mortales, que van desde las rápidas e indoloras (7 propuestas), a las lentas y penosas (123 propuestas), pasando por las absurdas e indignas (233).
Decide que dejará esa empresa para otra noche en blanco. Y coloca lo del piano en una carpeta accesoria, titulada «Muertes a revisar».
Ojea los documentos y ríe: lo de las hormigas carnívoras en sus calzoncillos (color arena), eso sí que fue bueno. Si sigue así, podrá escribir un libro sobre venganzas para castigar hombres infieles, que sería un éxito de ventas seguro, con tanto cabrón suelto y salido.
Pero no lo firmaría con su nombre.
No, si escribe el libro de las venganzas, lo firmará con un seudónimo: Leticia. Leticia Futón.
Ríe tanto que llora, ¿por qué no podré hacerlo al revés, también, cuando lloro hasta el páncreas, los cartílagos, las gotas de sangre, el vino que bebíamos a morro y bien frío, manchas sobre el futón, vino de botella, vinos de nuestros cuerpos, lágrimas de incredulidad feliz, vino in véritas para mojar de lágrimas toda la mentira?
Daniela abre la puerta y Gato entra huyendo del huracán de ronquidos de su puto padre. Y piensa que su puta madre, por lo menos, puede presumir del mérito de haber logrado dormir junto a eso durante un montón de años.
Salvo que fuera sorda.
Que Daniela recuerde, nunca dio señas de escucharla cuando más la necesitaba.
Abraza a Gato y al estirar la mano choca con algo frío. Botella vacía o casi, resto delator de vino blanco.
O sea que había bebido y por eso.
Lloraba por eso.
Borracha, tumbada, se mira en el espejo.
Es el único mueble que conservó de la casa, el resto fueron a la basura.
Y guardó el espejo para que con su ojo ciego le recordara la escena que aún conserva en video y visiona cuando el vino es mucho y las lágrimas más.
Hace meses que dejó de enviarle copias a todas las amigas comunes que tuvo con Daniel. Una noche lo vio sobria y tuvo que admitir que el cabrón salía muy bien parado en esa escena.
Y las perras de sus amigas comunes la miraban de un modo extraño. Por eso tiró a la basura a esas amigas, cada mueble y cada foto, y sólo se quedó con el vídeo y con el espejo. Para recordar algo importante:
—Nunca volveré a confiar en un tío, Gato. Aunque ame como un tigre y ría como un cachorro. Nunca.
El espejo le muestra una Daniela ebria y de mirada triste en grandes ojos.
No es ella.
Tiene un cuerpo maldito que lleva a los tíos a mirar antes su culo que su inteligencia, y odia eso.
—Mañana iré al trabajo con un tanga en la cabeza, a ver si así me miran el cerebro —dice. Y luego recuerda que lo más probable es que mañana se quede sin trabajo.
Luego se duerme, soñando nada.