jueves, 12 de julio de 2007

De cabeza

(Como todo lo demás que he colgado hoy es triste, duro o jodido, aquí va una de Sotanovsky, más o menos leve)

Sotanovsky despertó ese viernes pensando que tenía por delante un puente lleno de lujuriosa pasión. Y que las dos novelas eróticas que había comprado en el Rastro sólo le costaron 3 euros cada una. Nada de ir tras mujeres desconocidas, se dijo. Que vengan ellas, yo sólo esperaré.
Tres horas después comenzó a sospechar que no sería tan fácil.
Hojeó una enciclopedia de rarezas animales, para no pensar en sexo. El león puede aparearse más de 50 veces por día durante el celo. El orgasmo de un cerdo dura unos 30 minutos. Los humanos y los delfines son las únicas especies que tienen sexo por placer. ¿Y si un delfín tiene sexo con un cerdo?, se preguntó ¿Servirá de algo contagiarse la peste porcina? Sotanowsky creyó entender por qué siempre había preferido las películas de la Metro.
Se dijo que debía serenase. Soy un adulto, con cierto atractivo para el sexo opuesto, que generalmente se opone a tener sexo conmigo, pero como decía Sisí, es por mi actitud distraída, ya que para el sexo uno de los requisitos es que ambos contendientes estén en la misma habitación y yo siempre me perdía en su casa.
Pensó en Sisí. Se pasó un mes diciéndole, "no, no", hasta que una noche decidió utilizar un método muy romántico.
Tiró una moneda al aire y dijo que si caía en cara se acostaba con él.
Si caía cruz, ponía la colada.
La moneda rodó bajo la mesa, se metieron a buscarla y el resto es fácil de imaginar. Sotanowsky tuvo que imaginarlo. Porque con su natural torpeza se golpeé la nuca y perdió el sentido.
Despertó desnudo y agotado en su cama y ella también estaba desnuda. Sonreía satisfecha y Sotanowsky optó por no preguntar. Ese fue su error. Sisí estudia Psiquiatría, concretamente trastornos de la personalidad, y adjudicó al golpe en la cabeza su épico comportamiento sexual de esa noche. Y como venía de una prolongada abstinencia tras el falecimiento de su novio ("querrás decir fallecimiento", la corrigió Sotanowskyí; pero ella sonrió enigmática y dijo que no, que había sido un "falecimiento"); su desmedido apetito sexual se podía medir contando los chichones de la nuca de nuestro héroe..
Se ponía a cien cuando él decía "me duele la cabeza", y si pronunciaba la palabra "jaqueca" o cualquier sinónimo, podía tener un orgasmo espectacular en el metro, algo que a Sotanowsky le daba vergüenza al principio, pero que soportaba mejor cuando los pasajeros le ofrecían monedas y aplausos.
Sisí narraba a todas sus amigas las proezas sexuales de su novio y ellas le recitaban sus teléfonos al oído cuando se descuidaba.
Lo malo es que como siempre le dolía la cabeza, la memoria de sotanowsky fallaba y acababa llamándose a su propio móvil para hacerse proposiciones deshonestas.
La cosa con Sisí no funcionaba: como cuando lo hacían Sotanowsky estaba inconsciente, todo ocurría sin que él se enterase de nada. Además, siempre le tocaba transportar la porra de goma que Sisí insistía en llevar cuando salían, por si le entraban ganas. Quiso dejarlo, pero ella argumentó que lo necesitaba, que era irreemplazable. Eso enterneció a sotanowsky, hasta que agregó que estaba basando su tesis doctoral en él y que era imposible hallar tantos complejos reunidos en un solo hombre.
Cuando descubrió bajo su almohada un catálogo de ferretería y marcada con bolígrafo la figura de un recio martillo de carpintero, Sotanowsky hizo lo que cualquier hombre adulto: salió huyendo mientras se duchaba, cambió de casa y volvió a dejarse la barba.
Decidió dejar de pensar en Sisí y ver un rato la tele, pero el destino conspiraba en su contra. En la tele pasaron un anuncio de Aspirinas que le recordó a Sisí. Buscó su número en la agenda y llamó. Mientras sonaban los tonos, pensó que su madre ya le había advertido que las mujeres le traerían más de un dolor de cabeza. Descolgaron, Sotanowsky se excitó sexualmente y, como estaba solo en casa y nadie podía verlo, se acaricio la nuca sin pudor.
-Cefalea-susurró con su voz más seductora.
Al otro lado de la línea se oyó un gemido.

País robado, país borrado

En un lugar del Cono Sur
de cuyo nombre y su dolor no he querido olvidarme
en marzo del 76 los hijos de puta tomaron el poder.
con tanques y delaciones
con una lista de candidatos a desaparecer.
Y los borraron a millares
sin dejar rastro
como para demostrar que ni la muerte podía existir
si ellos no querían.
Y si querían, la muerte desfilaba marcial por las avenidas
Para que la gente, aterrada, aplaudiera.

Yo tenía por entonces 16 años
y estaba más interesado en colarme entre las piernas
de las chicas de 18
en beberme la vida y sus licores
en odiar sin ganas a mi padre
sólo por ser un espejo- reloj
que me adelantaba 30 años
y una calvicie.

En la tele no mostraban nada.
En las radios no decían nada.
En la calle, la gente ponía cara de nada.
Pero sabías
que cada vecino era un enemigo en potencia
que si alguien desaparecía era mejor no preguntar
que la constitución estaba apagada por tiempo indeterminado
que los hijos de puta estaban ganando por goleada.


Y también
poco a poco te enterabas
de que los jueves se agrietaba el poder a golpe de pañuelo blanco
de viejas locas de mayo
de madres circulares paridas por sus hijos borrados.
Que el pasado no había sido otra serie de la tele
que no lo habíamos soñado
que seguía estando prohibido soñar
hasta nueva orden.
Y aprendías a odiar en secreto
de a poco, gota a gota
sin que nadie lo notara.
Puestos a borrar
habían logrado
casi
borrarnos la memoria.

Y mientras tanto
los hijos de puta cosechaban cabezas y riquezas
botines de guerra ante enemigos fantasmas y remotos
mientras tanto borraban a la hermana gemela
de una futura novia mía
cinco años mayor
pobre y dulce maría cristina
extirpada de hermana por el pecado de repartir panfletos.
Luisa, que enseñaba ballet en las chabolas
que creía en el mismo dios que justificaba a los hijos de puta
como si fuera un dios distinto
que desapareció una tarde del 77
de los pasillos de la facultad de periodismo
y la borraron creyendo que borraban a maría cristina
y en cierto modo lo hicieron
sólo que ella tardó diez años en desaparecer
un poco cada día.

Campos de concentración urbana
Gritos de gol del 78 a doscientos metros de los centros de tortura
aviones con vocación de submarino para sus pasajeros maniatados y dormidos
los libros eran leña de una hoguera de ideas calcinadas
y los cuellos dolían de tanto mirar siempre
hacia otro lado.

La tele seguía sin mostrar nada
la radio seguía sin decir nada
y en las calles
la gente ponía cara de yo no hice nada
de verdad, señor agente
se lo juro oficial
sólo éramos vecinos y ya me parecía que andaban en algo raro
“Algo habrán hecho”.

El odio te crecía recóndito
incomunicado
Sin habeas corpus posible, señoría
Y los generales se iban turnando en el sillón de borrar memorias.
Pero la economía se volvió insurgente
subversiva
se negaba a marchar al compás de sus tambores
la balada de Wall Street.
Y las Malvinas dejaron de ser dos borrones en el mapa
para convertirse en la mejor propaganda
del gobierno hijo de puta.
Y las plazas se llenaron de apoyos patrioteros
de banderas bicolores sin hoces ni martillos
mientras las madres circulares seguían cavando un surco de dolor
y cada jueves alguien se sumaba a la faena de cavar con los pasos.
En la tele y en la radio
los hijos de puta seguían ganando
mientras niños en zapatillas peleaban en las islas
y otros hijos de puta revendían en las capitales
los regalos que la gente mandaba para los héroes del Sur.
A nacho lo estaquearon en la nieve por volar con una granada
un almacén repleto de comida y rodeado por el hambre
de los soldados niños que lo invadieron.
Nunca supe qué le hicieron, pero al volver estaba roto
y se voló las pelotas cuatro años después
a la edad de 23.
Un buen día
la derrota de esa guerra de verdad
fue la victoria de la gente callada
y las teles empezaron a mostrarlo todo
y la radio a contarlo todo
y en la calle a la gente se le puso cara de esperanza.
Y salimos a la calle
y la tomamos
y nos juramentamos que ni olvido ni perdón
para los hijos de puta borradores
y soñamos otra vez con una justicia sin balanza trucada
y poco a poco
nos quedamos solos.

Acostumbrados a olvidar
querían olvidar todo lo que no habían hecho en esos años
olvidar a los muertos sin tumba ni nombre
olvidar que habían llamado a las puertas de los cuarteles
reclamando mano dura
olvidar que no sólo
los hijos de puta
habían sido unos hijos de puta.
Envejecidas, intactas,
las locas de mayo seguían trabajando de conciencia
para un país inconsciente.

A veces creo,
que si videla y compañía no fueron colgados en las plazas públicas
a lo mussolini,
fue porque no había cuerdas suficientes para todos
para millones
para el país de hijos de puta en que nos habíamos convertido

Cuando me preguntan si me vine por miedo
respondo que no
pero no es cierto
me vine por miedo
por terror
a terminar volviéndome
un hijo de puta más.

Donde nací,
al acto de irse se le llama "borrarse".
Yo me borré
antes
de que me borraran
la memoria.

Cadáveres exquisitos

Voy con mis muertos a cuestas mis muertos cómplices famosos
que saltaron desde libros de la infancia fiebres adolescentes
insomnios sin dinero ni tabaco o maduros entusiasmos envidiosos.
A esos muertos les canto.
Canto a los que parieron maravillas en mesas de bares y despachos
en trenes estaciones calabozos
(alguna mansión que también los hay con suerte)
románticos violadores de cuartillas.
Esos no han muerto tanto.
Fueron dioses descreídos y sin planos
vanidosos farsantes imprudentes neuróticos viciosos tartamudos
llenos de voces que eran vidas prestadas
y por puro descuido me prestaron.
Con esos muertos canto.
Escritores que atormentan mis intentos
con la impunidad insolente de sus logros
la imperfección inmejorable de sus textos
el privilegio al fin de saberse protegidos
y escoger el final de su argumento.
De esos muertos me espanto.
Cómo igualar de chandler la porfíade cirrótico borracho sin temblores
ebrio de soledad harto de hollywood sin cissy ya
para qué quiero la vida suicidado en la jolla mientras yo nacía.
Cómo copiar de cortázar el delirio de clase media alta afrancesada
capaz de cronopiarse en la distancia
llevar en parís las voces del país que compartimos
y tocarles el culo a las palabras.

Cómo igualar de borges la ironía que lo hizo viejo antes de los veinte
que lo hizo sabio y niño a los sesenta
y lo volvió buen palpador de secretarias (no sólo las palabras tienen culo).
Cómo beber de bukowski la dulzura oculta entre brutales cucarachas
poética entre sabanas pringosas auténtica
en peleas tugurios y borrachas
y seguir siendo un gigantesco caradura.
Cómo tener de neruda la soberbia de jardiel la mínima estatura
de reed la rebelde incoherencia
el complejo que llevó a hemingway tan lejos
de boris vian que me dejen la locura
No me olvido de lorca ni de verne vonnegut dos passos o soriano
hammet bernard shaw o conan doyle manuel scorza
bertold bretch quevedo haroldo conti (siguen las firmas y la deuda crece).
A esos muertos les canto.
Espléndidos difuntos contagiosos viajeros en baldosas y bañeras
acechados por facturas y dragones que ya se sabe
resultan mucho menos peligrosos. y nunca te embargan las princesas.
En el lugar que estén -será una imprenta-
desaparecidos para seguir estando se reirán de sus viudas de papel
de los críticos que los redescubren cada diez años
y de los lectores que a cuestas los llevamos.
A esos muertos les canto.
De esos muertos me espanto.
Esos
no han muerto tanto.

Nocturno de Buk


Con un pájaro azul atrapado en el pecho
y una botella de miller en la mano
el viejo poeta cascarrabias
escribe las miserias de los otros
con las imágenes borrosas de su propia niñez.
Sabe que la muerte espera
en los boletos rotos de la séptima carrera
y le importa un carajo
que en el piso de abajo
duerma la carne joven de su última mujer
o la avaricia voraz de una casera
afile los cuchillos del próximo alquiler.
En el aire flotan ángulos de wagner
curvas de caderas
el fantasma de jane
y bukoswski los atrapa
con anzuelos de teclas
para pintar con ellos la resaca
que siempre es una hoja de papel.

Con un pájaro azul atrapado en el pecho
y un puro entre los dedos
el poeta de las noches con alma de navaja
acuna la placenta de un poema
que acaba de nacer.
Suspira
destapa la botella de su vida
empina el codo
y brinda
como siempre
por el milagro de la sed.

Diminutas sabanitas voladoras

(Otro de Sotanovsky. Es un ser sin memoria, absurdo y cambiante, capaz de morir en un cuento y estar vivo y sin memoria del dolor en el siguiente. Quién pudiera.)

Habitaban los rincones del dormitorio y sólo eran visibles por el costado de sus gafas. Llegaban con la tercera cerveza o el segundo paquete de tabaco y siempre de noche. Por lo general cuando Sotanovsky escribía o estaba solo. Y casi siempre escribía y estaba solo. Eran minúsculas y volátiles. Traviesas, al principio de mostraban y se escondían, pero sin usar toda su velocidad, supuso que para permitir que las viera. Poco a poco, comenzó a diferenciarlas. Cada una tenía su personalidad, aunque en apariencia todas eran iguales, blancas y flameantes. Parecían nadar en el aire antes de perderse por un costado de la cama, detrás del cabecero. Tardó en habituarse a ellas, a su presencia fugaz, y cuando hablaba solo ya no lo hacía en voz alta. Alguna vez, al mencionar el nombre de Ella en plena borrachera, hubiera jurado que una diminuta sabanita voladora se sacudía de risa, mofándose de su dolor. Cuando no resistía la urgencia de llanto, se encerraba en el baño para que no pudieran verlo. Y dejó de insultar la ausencia de Ella, de recriminarle la monótona letanía de sus quejas. Sabía que las sabanitas estaban ahí, agazapadas y niñas. No quería apenarlas con su pena, o peor aún, ser objeto de su burla cuando dos se rozaban en el aire y Sotanovsky creía que se murmuraban compasivas frases cargadas de ironía.
Una de ellas, la más audaz, se acercó una noche. No lo suficiente como para que pudiera tocarla, pero permaneció ahí, nadando en el aire. Sotanovsky le sonrió y le narró su torpe desesperación. Hubiera jurado que lo escuchaba. Lo supo por la manera de flotar, tensa en la atención, ondeando apenas la parte trasera y con el extremo delantero un poco inclinado en la actitud del que oye algo interesante.
Comenzó a venir cada noche, ignorando las advertencias de las otras, que nadaban inquietas y la llamaban con sus puntas encrespadas. Una madrugada, Sotanovsky sintió su peso leve sobre el hombro, y aunque nunca había soportado que nadie -ni siquiera Ella- leyera detrás de él lo que escribía, su presencia lo animó. Siguió tecleando y bebiendo; de pronto las palabras tenían música otra vez, y cuando giró la cabeza para verla, la sabanita voladora asintió aprobando su trabajo.
A veces la vencía el sueño y se estiraba en su pierna. Sotanovsky le hacía cosquillas en el centro y se sacudía de risa. No le puso nombre porque tendría uno propio y cambiarlo sería un acto de vanidad inútil. Un racimo de sabanitas voladoras escandalizadas vigilaba su amistad con aire de reproche. Pero la pequeña y él eran ajenos a todas las reglas que rigen y separan las vidas de los hombres y las diminutas sabanitas voladoras.
Se convirtió en censora, crítico y musa de su literatura: bastaba una arruga de disgusto ante una frase forzada, un extremo negando la validez de un párrafo, para que Sotanovsky modificara el texto y buscara un camino más acertado. Era parca en elogios y sólo cuando alcanzaba a rozar la perfección, se permitía nada hasta su mano y darle una palmada de aliento.
La pila de folios crecía, y cuando Sotanovsky se sentía agotado, se tumbaba en la alfombra y le hablaba de Ella. Le confesó la impotencia de sus palabras, capaces de crear mundos, dar vida y dar muerte, pero incapaces de traerla de regreso. La sabanita lloró alguna vez con él y lo consolaba danzando un vals de humo. Hacía el payaso o se arrugaba en olas enanas, lo que fuera para conseguir que encendiera el ordenador y siguiera pariendo mundos para que las palabras no se le pudrieran dentro.
Sotanovsky volvió a beber, y ella se cuidó de invadir con pliegues afligidos la melancolía en la que él no conseguía mantenerse a flote. Estaba allí y era suficiente para que no se hundiera por completo.
Una madrugada despertó sobresaltado. Se había quedado dormido sobre la mesa de trabajo, entre el acto de apagar el ordenador y la maniobra más compleja de arrastrarse hasta la cama. La sabanita dormía sobre la mesa. De pronto supo que tenía las palabras. Las había soñado y eran un tacto de algodones en la mente de Sotanovsky: si las tocaba, se romperían; si tardaba en atraparlas, se irían para siempre. No tenía tiempo para encender el ordenador. Con un rotulador negro y sin pensarlo, escribió el mensaje en la sabanita dormida, que despertó creyendo una caricia y comprendió de inmediato la gravedad de la misión que le encomendaba. Se sacudió para despertar por completo y Sotanovsky pudo leer, antes del olvidarlas por completo, esas palabras que traerían de regreso a la mujer que se había llevado sus ganas de vivir.
La sabanita flotó hasta la ventana y la tocó impaciente. Él abrió y quiso darle las gracias pero no podía hablar. Ella Salió nadando por el aire sucio de la ciudad, en busca de un imposible.
Esperó todo el día, con la ventana abierta de par en par, aterido de frío. Y pensó en los peligros que acechaban en la ciudad a una joven y diminuta sábana voladora: cables de alta tensión, pájaros hechos a la rapiña de los desechos, niños con piedras.
Al anochecer supo que no volvería, pero permaneció junto a la ventana hasta que amaneció otra vez.
Y siguió allí, en duelo silencioso hasta que el sol volvió a caer.
Había perdido toda esperanza de recuperar a esa mujer y a su sabanita voladora, y no sabía qué pérdida le dolía más en esa hora sin sueños. Le había pedido demasiado y ella, aún sabiendo que sería su fin, lo había intentado. Se sintió culpable, pero al fin y al cabo, se dijo, él era así. Un artista no pide permiso para beber la vida, la bebe y punto. Se desnudó para acostarse, al límite del agotamiento. Se metió en la cama y aflojó cada miembro a la caricia reparadora de las sábanas, que comenzaron a estrangularlo lenta pero inexorablemente. Sonó el teléfono, oyó su propia voz en el estúpido mensaje grabado, y luego, tan lejana, la voz de Ella, anunciando su amor y su regreso. Alcanzó a descolgar y quiso hacerle una pregunta. Pero era una pregunta extraña, y fue lo último que pensó, antes de morir con los ojos llenos de puntos de luz que flotaban en el aire como diminutas sabanitas voladoras.

Eclipse

(Los habituales del Buk ya conocen este cuentecillo de pretensión ingenua, que forma parte de un libro nonato que ha de llamarse, si llega a ser publicado, "Los peligros de Sotanovsky")


Sotanovsky se asumía distraído, se gustaba especial, se odiaba diez minutos al día. Excepto los jueves. Porque los jueves sacaba de paseo a los relojes, y al verlos trotar alegres por el parque, olvidaba controlar el momento en que le tocaba comenzar a odiarse y después ya no había manera.
Gladys Repolletti se temía aburrida, se sospechaba lujuriosa, se convertía en ruiseñor cuando el otoño desnudaba árboles. Y luego los bomberos tenían que venir a bajarla, porque desafinaba bastante y sufría de vértigo. Se enamoraba siempre de un bombero diferente, que correspondía a su pasión durante seis peldaños, y luego, aburrido, la dejaba caer.
Él era apocado, achatado en los polos, oblongo en la melancolía, suspiraba hacia adentro y se alimentaba de cáscaras de pipas.
Ella era oronda por parte de padre y ubicua por parte de madre, lloraba cuando le venía la risa, y volvía a llorar cuando la risa se le iba.
Él hubiera sido un sabio muy famoso si su distracción no lo hubiera dejado en el estado de anónimo ignorante. Pero cómo no sabía ni siquiera eso, era feliz. Y cuándo tocaban el timbre de su casa para venderle tranvías, primaveras o vientos alisios embotellados, siempre creía que el que llamaba era un sueco que venía a entregarle el Nobel.
Ella hubiera sido una amante de novela si su tendencia a aburrir a quién se acercara a menos de un metro de distancia no la hubiera condenado al estado de excitación frustrada. Y cuando por su ventana abierta a la noche cantaba un búho, ella creía que era un fornido bombero que ardía de deseo por su cuerpo, y tenía un orgasmo de grado siete en la Escala Mercali, o un ataque de acidez estomacal, nunca estaba segura.
Él vivía en un edificio que miraba al Este, pero como estaba enfadado con el sol desde que era niño, a cuenta de no sé qué historia de un rayo perdido en el arroyo, nunca se asomaba a la ventana antes del crepúsculo, momento que aprovechaba para hacer al astro rey unos enérgicos cortes de manga hasta verlo desaparecer tras el horizonte.
Ella vivía en el edificio de enfrente, y como detestaba a la luna desde que su primer novio la dejó con la excusa de una dudosa licantropía, sólo se asomaba al amanecer, celebraba la derrota de la luna y soplaba sonoros besos al sol, que en alguna ocasión se ruborizó, aunque torpes astrónomos adjudicaron el fenómeno a una prosaica tormenta cósmica.
Nunca se habían visto.
Pero un jueves a él se le escaparon los relojes en el parque y comenzó a confundir las horas y a odiarse a destiempo. Por eso cierto mediodía que creía crepúsculo, mientras increpaba al sol con sus cortes de manga, creyó percibir un ruiseñor enorme en el árbol de la acera de enfrente
Y ella, que era miope pero oía peor, creyó distinguir a un apuesto bombero que la saludaba enérgicamente desde la ventana. Olvidó que era un ruiseñor y cayó del árbol.
Él trató de detenerla al vuelo y cayó también.
En ese momento comenzó el eclipse.
Y se vieron.
Y se amaron entre la oscuridad repentina, eufóricos por la muerte del sol y de la luna.
Cuando llegaron los suecos a entregarle el Nobel, él no les abrió la puerta por que estaba dentro de ella. Y tranvías, ya tenía.
Cuando un camión repleto de bomberos enamorados se detuvo frente al árbol de ella, ella no estaba, porque volaba en la penumbra de las manos de él y sus manos nunca se aburrían de tocarla.
Juraron amarse todo el tiempo que durase el eclipse.
Dura todavía.