—Cuéntame una historia de Marta —dijiste después de encender el cigarrillo—.Cuéntame una historia si pretendes volver a follarme. Una historia de amor pornográfico .
Te miré suponiendo una broma. No conocía tu sentido del humor, ni el nombre de tu flor preferida, ni lo que soñabas de pequeña cuando las luces se apagaban. Casi no sabía nada de ti, pero tenía el sabor de tu coño en mi boca, y el sudor que cubría mi piel te pertenecía al cincuenta por ciento. Ignoraba la fecha de tu cumpleaños y aún no había llegado a hablarte de la bicicleta roja que quise tener y no tuve para pedalear hasta el fin del mundo. No conocías el nombre de pila de los cuatro amigos que tengo olvidados por el mundo, ni el sueño del perro negro que todavía me sobresalta algunas noches, pero me habías tenido en tu coño y en tu boca, me habías mordido y chupado la polla, la habías bautizado de tu saliva en comunión con mi semen, y cuando acabé de sacudirme en espasmos felices, te había visto arrodillada en la cama, con las manos juntas a los lados de la polla menguante, como al final de una oración. Y tenías cara de fe, en ese momento, aunque no conocías mi segundo apellido ni el motivo por el que jamás lavo mi coche.
Pensé que era curioso, pero lógico. Nos habíamos dado lo más recóndito en apariencia, pero acaso sólo fuera carne y nada más.
—Y tiene que ser una historia real, no importa que te ocurriera a ti o te la contara Marta, pero que sea real —agregaste. Y repetiste: —Una historia de amor pornográfico.
—Querrás decir pornográfica. La historia de amor, digo…
—No. Quiero decir pornográfico. El amor.
Te miré otra vez, sudada también, con el rubor de las mejillas imitando el de los labios cansados de chupar, el del coño aún abierto y en retirada. No hablabas en broma.
—¿No lo entiendes, verdad? Todo esto estuvo bien, muy bien. Pero quiero algo más. A mí no me tendrás con poemas y frases bonitas, a mí me tendrás con historias de amor pornográfico. Como a Marta. No voy a ser menos.
Estuve a punto de preguntarte cuál era la diferencia entre los poemas y la pornografía, si para ambos hay que desnudarse o conservar sólo los adornos excitantes. Pero era una forma torpe de evitar hablar de Marta. Una vez más maldije ese libro, entre tantos otros que hablaban de los demás. Pero no, yo había tenido que vengarme de Marta, que rescatar a Marta, que publicar a Marta para que todos supieran como era cada rincón de Marta. Es como si hubiera hecho que todo el mundo se estuviera follando a Marta al leer esa novela, pensé. Y pensé también que eso, a Marta, le hubiera gustado.
Para reforzar tu propuesta giraste el cuerpo con pereza, exhibiendo tus caderas y erguiste el culo, gata en celo.
—Sólo si me cuentas una buena historia —dijiste—. Quiero una historia por cada polvo, seré tu puta literaria y pornográfica, mis servicios son caros y no fío, así que dile a esa cosa que no empiece a cabecear de ese modo, que sin historia, no hay polvo.
Recogí el reto:
—Lo haremos a mi manera. Te mandaré una historia por e-mail la noche previa a cada encuentro. Y al día siguiente, la pondremos en escena, por bestia que sea.
Me miraste pensativa y celebré una claudicación previsible.
—Vale —dijiste— Pero sólo si la historia me gusta.
Cerramos el trato y abriste las piernas.
Habías caído en la trampa.
Y yo también.
***
Volvimos a encontrarnos y era jueves. Más tarde, tuviste la delicadeza de no hacer referencia a Cortázar, aunque me consta que habías leído el cuento. Y por lo tanto, el azar de la cita en un vagón de metro, entre Atocha y Tribunal, era un riesgo calculado. Cinco estaciones y no sabía a ciencia cierta cuántos vagones lleva cada tren. Pero sí sabíamos la hora aproximada, porque todo tenía que ocurrir como en el relato que te había mandado la noche anterior.
Te vi al salir de Sol, pero pensé que acaso habías subido antes, para observarme. O porque te lo estabas pensado. Había mucha gente gastada subiendo y bajando del metro, pero en Sol el tren se descarga para recoger nuevos despojos a partir de Gran Vía. Madrid, arriba, sería un nudo de calores enroscados en ropas coloridas. Abajo, todo era blanquecino. Hasta tu vestido que se pegaba a la piel mientras fingías no mirarme, no conocerme, sólo leer tu libro de pie entre la multitud de viajeros a ninguna parte. Le dejé mi asiento a una vieja que celebró mi caballerosidad sin saber que lo hacía para verte mejor en acción. Ya habías empezado. Tu radar, como supuse, funcionaba a la perfección y la víctima elegida era ideal. Un hombre en la mitad equivocada de los treinta y en una vida equivocada. El traje y la corbata mentían, y mentían mal una prosperidad repetida en uniforme de oficina, porque la chaqueta tenía ya la forma inconsciente de las ropas de trabajo, tantas horas al día durante tantos días a la semana, y el viernes por la noche a colgar en la percha para perder horas perdidas hasta el lunes.
Te había visto. Era imposible no verte aunque el vagón, y no te ofendas, contenía unas cuantas chicas desvestidas de verano y con durezas empujando faldas leves. Pero tu vestido blanco, el largo ideal pese a que en mi relato sólo lo había sugerido, la transparencia justa y delatora enmarcando pezones, el tanga -en eso yo había insistido mucho- breve pero negro porque los tíos nos fijamos en esas cosas, y aunque tú disentías para ir más lejos y me llamaste a medianoche para decir que “mejor sin bragas”, yo me mostré inflexible: un tanga enano nos pone todavía más tontos, porque se marca y está, dejando al aire de la mirada las curvas del culo (coincido y te lo dije, con Vázquez Montalbán –creo que era él- en que sería más adecuado hablar de “los culos”, pero esas sutilezas no cabían en el relato); el tanga sólo eran las tiras negras remontando caderas y la insinuación del triángulo oscuro muy arriba, el tanga lo había visto el tipo del traje todo el tiempo aunque se concentrara en un periódico deportivo ya ajado, mientras tú, leyendo, te acercabas lo suficiente para que él supiera que estabas más cerca, a una polla de distancia y luego un poco menos, sin rozar pero a punto, y él, más por reflejo social que por decisión, trataba de retirarse un poco pero no podía, la masa de gente era compacta hacia las puertas, siempre se amontonan en las puertas para creer que pueden bajar en la próxima, aunque vayan hasta el final de la línea.
No sé si él anhelaba o temía la curva, pero los tres sabíamos que llegaría. La duda era en qué sentido nos empujaría a todos contra todos, si te haría caer, los dos culos partidos por el tanga en mitades perfectas hacia su polla que ya empujaba bajo el pantalón del traje, o lo lanzaría sobre ti para un encaje perfecto. Admiré tu precisión al situarte, mientras leías con una inocencia absorta el libro cuya cubierta anunciaba una historia aburrida de saga familiar y romances truncados.
La curva. A favor de tu cuerpo, o del suyo, casi pude sentir un clac de encaje cuando tus culos buscaron y hallaron su polla vertical, era de los ilusos que carga hacia arriba para controlar erecciones inesperadas, sin percatarse de que la polla, como el agua, busca un cauce, y si la llevas a un costado, el que sea más cómodo, puede que te de algún susto, pero jamás ese encierro que se traduce en rigidez erguida. Eres alta, no lo había notado porque dos días antes, desnuda, me pareciste pequeña y sinuosa, pero eres alta. Y el detalle de los tacones estuvo bien. Había olvidado poner algo de tacones en el relato de mi historia con Marta que repetíamos esa tarde. Tu estatura, los tacones, y la astucia que te hizo apoyarte en las puntas de los pies y elevar un poco el culo mientras caías hacia él, hacia un encaje milimétrico entre la hendidura de tus culos y su polla vertical. Te admiré, porque no podías saber hacia dónde cargaba el tipo. ¿O sí? Marta siempre sabía. Y también admiré la naturalidad con que, en lugar de volver a la posición inicial, aprovechabas su confusión para retroceder medio paso y quedar pegada, siempre leyendo, las gafas no te quitaban morbo, lo multiplicaban, te imaginé desnuda y con las gafas puestas, con mi polla en tu boca mientras leías en sus venas a medida que iba entrando entre tus labios. Ignoro qué imaginó el tipo, pero pasó de la sorpresa al desconcierto. Y se pasó de parada. Lo supe por la forma de mirar el cartel, las dudas sobre la actitud a tomar, y porque miró el reloj en su muñeca, colgando de la barra, y decidió que ese culo bien valía hacer el trayecto de regreso más tarde. A menos que decidiera seguirte.
Ya íbamos por Iglesia y el personal había cambiado. Me pregunté si te hubieras atrevido con alguno de esos hombres oscuros que hablaban entre sí en lenguas desconocidas. Supuse que sí. De hecho, uno de ellos te señaló con la nariz para indicar a un compañero lo que ocurría. Apenas te movías y para cualquiera que no prestara atención, el movimiento era resultado de la inercia del vagón. Pero era tan evidente que entre el oficinista y tú no había la menor relación, que la cercanía de los cuerpos los alertó. Desde mi posición, ahora a un costado de él y mirando tu nuca, podía ver tus pies empujando tus nalgas con ritmo lento, apenas lo necesario para que el tipo supiera que te frotabas contra su polla a voluntad. Pero al mismo tiempo le parecía tan imposible, pasabas páginas y leías con atención, perdida en la lectura. ¿Qué podía hacer? Esperar. Los morenos se bajaron en Cuatro Caminos y pensé que tus esfuerzos serían en vano pese a la perfección de la puesta en escena. El rostro de él mostraba congestión, los ojos enrojecidos miraban hacia los lados, intentado decidir. Tu cuerpo apretaba más y la fricción era todo lo firme que permitía la posición, pero tal vez se asustara y bajara antes. Me pregunté cuántas veces habrías leído el relato, y si habías calculado las posibilidades y las alternativas. Nunca te lo pregunté después, porque cuando el tren salió de Estrecho cambiaste el libro de mano y lo hiciste. Bajaste la otra con aire casual y pude verla, porque por casualidad o en mi beneficio escogiste hacerlo del lado en que yo estaba. La mano basculó muerta, despegó el vestido de tu espalda y casi pude oír gemir al tipo cuando tu cuerpo se separó del suyo unos centímetros. Tu mano volvió a bajar pero ya no apareció en el costado, porque se había quedado sobre la polla del oficinista, la palma estirada a lo largo, los dedos rozando la base a través del pantalón mientras apretabas y frotabas con un compás desmentido por tus ojos sobre las páginas del libro. Subí mi mirada hasta su cara, del miedo a la duda, y de la duda al abandono, intermitente, porque varias veces abrió la boca, supongo que pensó en decirte algo, en proponerte al oído bajar juntos en la próxima o algo así, pero ¿cómo estar seguro de que no empezarías a gritar y el escándalo, el oprobio y las explicaciones que nadie creería? En Tetuán ya había renunciado a pensar, por esa urgencia del placer que a los hombres nos impide disfrutar de algún poder sobre vosotras, ese punto sin retorno en el que no nos importaría morir a cambio del momento. Tu mano seguía sin piedad pero a él la realidad le pegaba por momentos, una voz mecánica cantó sin ganas el nombre de la próxima estación y entonces pude ver la excitación en tus fosas nasales, la boca apenas entreabierta y giraste la cabeza y me miraste mientras redoblabas empeños con la mano en su polla y al entrar en Plaza de Castilla el oficinista del traje color gris claro se corrió contra tu mano y suspiró como si fuera la última vez.
Le tuve envidia. Pero no sólo por tu regalo, que al bajar cubriéndose con el periódico lamentaría después por la mancha oscura y extensa en el pantalón. Estoy seguro de que pensó en abordarte. Pero entre la preocupación por la mancha y la sensación de vulnerabilidad que nos asalta cuando acabamos de corrernos, dudó. Te siguió a unos pasos de distancia, en tu andar por la estación superpoblada, sacudió la cabeza extrañado cuando comprendió que no salías a la superficie como todos los pasajeros de ese tren, que en realidad dabas un rodeo para ir en busca del andén de retorno. Lo vi pensar un instante, jugar con la idea de subir detrás de ti, y hasta mirar hacia su polla como consultándole qué hacer. Pero al final optó por buscar la calle y supongo que un taxi para volver a su destino.
Eso me distrajo y casi pierdo el tren. Alcancé a entrar en el vagón cuando las puertas comenzaban a cerrarse y pensé que sería demasiada casualidad que fuera tu vagón. Era tu vagón y ya preparabas el viaje de retorno, leyendo inocente tu libro cerca de un cuarentón con gafas de concha que leía un diario económico. Sonreí. Sabía que no podría concentrarse en la fluctuación del mercado bursátil.
***
Era de noche cuando salimos a la superficie y fuimos andando hasta mi casa. Parecías cansada pero la excitación te hacía caminar de prisa.
—Eres un cabrón —dijiste—. Un cabrón inflexible.
—Un trato es un trato.
—Ya, no sé cómo te las has apañado, pero lo que empezó como una prueba para ti, resulta que ahora es una prueba para mí. Menudo esclavo estás hecho…
—¿Quieres anular el trato?
—Quiero que me folles.
Estabas excitada. Muy excitada.
—¿Cuántos han sido? —preguntaste.
—Contando el viejo, diez
Reíste y tu risa me provocó una erección más grande que los juegos anteriores.
—Al viejo no lo cuentes. No se llegó a empalmar.
—Pero vaya lío que montó. Creí que tendrías problemas.
—¿A quién le va a creer la gente, a una chica inocente y con gafas, o a un viejo verde con la bragueta abierta?
Volviste a reír y por suerte ya estábamos en mi portal. Alcanzamos a encontrar el ascensor, y mientras subía comprobé que todos esos “viajes” te habían dejado empapada. El dedo resbaló hasta la base mientras tu mano habilidosa me buscaba y me hallaba. Y así salimos del aparato, con mi mano bajo tu falda abriéndote el coño desde atrás y mi polla en tu mano, como una empuñadura. Ignoro qué hubiera hecho si había vecinas fuera. La llave halló el hueco de la cerradura y también estaría húmeda, porque se deslizó hasta el fondo. Abrí la puerta con la mano libre y cuando quise recuperar la llave, te agachaste y comenzaste a comerme con hambre atrasada. Lo querías así. Lo querías ahí, en la puerta abierta de mi piso y de cualquier modo no tengo muy buena reputación en el bloque. Fui lanzando zapatos, camisa y pantalón hacia dentro. Te detuviste para imitarme, aunque podría jurar que te quitaste la ropa sin sacarme de tus labios. Cuando hiciste el gesto de quitarte las gafas, dije:
— Déjatelas puestas.
—Vicioso —dijiste en una pausa para respirar.
El ascensor pasaba de largo, a tres metros de nosotros.
—Házmelo aquí —dijiste poniéndote a cuatro patas, el culo apuntando hacia la mirilla de mis vecinos.
Me arrodillé detrás, sintiendo el fresco contacto de las cerámicas del suelo contra la polla cuando me estiré y metí la lengua en tu coño. Gemiste y te sacudías como si fueras a correrte. Jugué con la lengua en tu culo y algunos de mis dedos se perdieron en tu coño y pensé que para siempre. Alguien dijo algo sobre el calor en la planta baja y la frase vacía, ligera, subió por el hueco de la escalera. Hundí la lengua en tu culo y decidí que podía perder más dedos porque tu sexo estaba abierto y quemaba.
Te levanté por las caderas y creo que perdiste en parte el equilibrio y tu cabeza golpeó con algo, no sé si fue la puerta o el suelo. La mente nunca descansa y pensé que sería irónico que murieras así, de un golpe tonto y a punto de ser follada en la puerta de un piso de un respetable edificio de Madrid. Pero no estabas muerta. O si lo estabas, resucitaste cuando me apoyé en la entrada encharcada y empujé con fuerza hacia dentro mientras tiré de tu cuerpo con violencia hacia mí. Gritaste y la conversación abajo se interrumpió de silencio. Me quedé ahí, muy dentro, pensando en el metro, y en todos los hombres a los que habías hecho correrse esa tarde, pensando los ilusos que lo hacías para ellos cuando lo hacías para mí. También pensé en tu absurda fijación con ser como Marta, y sólo pude rogar a un dios impúdico que no fueras Marta, que no tuvieras el final de Marta.
La conversación abajo prosiguió y te tapé la boca y salí y volví a entrar con más fuerza, hasta tocar fondo y chocar con algo en tu interior y levanté el cuerpo, te levantaba el cuerpo ensartada en mí y me moví pegado a tu culo y te sentí sacudirte mientras detrás de la mano tu boca decía así, así así, así como en el metro, así mi amor y te dije que yo no era tu amor, que aquello era carne y nada más y volvía salir y a entrar buscando el estallido que acompañara el tuyo sin pensar en el ascensor que subía y subía y yo entraba y salía y el metro se movía como una polla de metal dentro de tu coño túnel para llevarme a otro lugar más lejos mejor más adentro y gritaste otra vez y grité y qué mierda me importaba la humedad y los gamberros que preocupaban a la vecina anónima que calló al instante mientras arriba dentro y fuera no dejaba de volcarme y de volcarte mientras gemías. El ascensor se detuvo con su luz huraña y yo alcancé a empujarte dentro y cerrar la puerta sin salir de ti, respirando por tu coño agitado mientras alguien salía al pasillo, comentaba algo opaco y volvía a bajar.
Mucho después seguíamos allí, pegados. Y me lo preguntaste:
—¿Qué hubiera pasado si no lo conseguía?
—Que no te hubiera follado — dije besando tu oreja.
—Pero lo conseguí —dijiste orgullosa.
Tenías razón.
Lo habías conseguido. Porque el requisito del relato, la condición insalvable no era sólo que hicieras correrse a un tío en pleno metro, a la vista de todos y sin mediar palabras o miradas.
La condición era que antes de bajar o después, pero en todo caso antes de salir de la estación, uno de ellos lo hiciera.
Y lo hizo el último.
Titubeó al verte bajar en Pacífico.
Pero el impulso pudo más que la vergüenza y te siguió hasta la cola de la escalera mecánica, conmigo pisándole los talones.
Y olvidando el pudor y hasta la mancha de su pantalón, mientras esperaba para subir, se acercó y te dijo, con voz tan nítida que pude oírlo:
—Gracias.
Que fue lo que yo le dije a Marta aquella primera tarde, cuando nos conocimos en esa misma línea de metro, un jueves al anochecer, después de que ella, sin haberme visto antes en su vida, hiciera conmigo lo mismo que tú acababas de hacer a diez desconocidos. Aquella tarde en todo empezó y yo no sabía que entraba en una locura deliciosa y trágica, porque pensaba que aquello era carne.
Y nada más.
( De Yo lloré con Terminator 2 (Relatos de Cerveza-Ficción. Ediciones escalera)