viernes, 26 de septiembre de 2014

De qué va "Rayos X" ?


(Dice la contraportada)
De todos los poderes de Superman, Nicolás solo quisiera tener la vista de rayos X para ver la ropa interior de las chicas y saber lo que oculta su padre en los cajones de la cómoda que cierra con llave. Con esa obsesión por ver más, crece en un país que se hace y se deshace sin darse cuenta, como su familia. Descubre que un libro puede ser un arma y una oreja el símbolo del orgullo, que el deseo empieza pero nunca acaba, y que hablando se entiende la gente... aunque sea a golpes. Y que «crecer era una mierda. Y que no iba a poder evitarlo».
Con estos relatos protagonizados por un alter ego que se le parece demasiado, Salem enfrenta los temas presentes en toda su obra, tanto poética como narrativa: la soledad, el amor, el sexo, el desconcierto, la vida y su otra cara: la escritura concebida como una bicicleta roja con la que ganarle a la muerte casi todas las carreras

(Digo yo )



Memorias para el olvido

Esa noche me detuve a escribir unas páginas que intentaran
decirme quién soy y qué me propongo, pero fracasé de nuevo
como cada vez que me abordo a mí mismo.
Vivimos esperando algo grandioso y eso nos mantiene en pie.
Osvaldo Soriano. La hora sin sombra.

Cuando tenía diez años, leí por primera vez la novela Secuestrado de Robert Louis Stevenson, y después me pasé media vida sin saber por qué no podía desalojar de mi cabeza la frase de Alan Breck, uno de los personajes: «Tengo una espléndida memoria para el olvido».

Por entonces decidí que quería ser escritor y me dediqué a leer todo lo que habían escrito los inmortales que, paradójicamente, estaban muertos, pero seguían ahí, vigilando. Y me marcó otra frase, de uno de ellos, que aseguraba, más o menos, que escribir sobre uno mismo era el recurso de los miserables.
Y yo había decidido no sentirme miserable más que tres días por semana, de modo que seguí leyendo, escribiendo y evitando la autoficción, o creyendo ingenuamente que lo hacía.

Un día, hace poco más de siete años, empecé a publicar, y antes de este han sido diecinueve los libros que han llegado a su destino de papel, trece de ellos de ficción en sus diferentes formas. Ninguno de autoficción.

Pero una cosa es publicar y otra escribir.
Nada, que llevo más de veinte años escribiendo este libro sobre un nene argentino del siglo pasado, tan pelotudo que creía que Perón era como Batman, que una bicicleta roja era el mejor vehículo para ganarle a la muerte cualquier carrera, y de los poderes de Superman solo envidiaba los rayos X, para verle las bombachas a las chicas.

Es raro, la gente cree que escribo a toda velocidad y, sin embargo, como mi detective Arregui, siempre llego demasiado temprano o demasiado tarde donde nadie me espera.

Veinte años escribiendo este libro para que Nicolás, el protagonista, no fuera yo y viceversa, aunque lo fuera tantas veces, aunque hayamos compartido mudanzas, desarraigos, desconciertos y lecturas; tempranas ganas de morir y esporádicas ganas de matar. Aunque su abuelo se pareciera tanto a mi abuelo Antonio.

En fin, que veinte años no son nada si los pasas escriviviendo y escribebiendo, acertaerrando cada vez que se puede, y follamando, aunque no se deba. Ya no voy a darle más vueltas, porque no creo en los banquetes a base de perdices y tampoco le veo la gracia al deporte de marearlas.

Nicolás no durmió estos años en un cajón, como esos textos que no terminan de convencerte. Al contrario, anduvo conmigo, de charco en charco, mientras lo escribía a razón de un capítulo al año o cada dos años, total, ambos sabíamos que le llegaría su momento y se entrenaba, torpe como yo, peleando con su propia sombra, que nunca nos dejó por más que le pidiéramos tantas veces, amablemente, que se muriera.

Sonó la campana y toca salir al ring para que el lector comprenda a Nicolás o nos cague a trompadas si cree que lo merecemos. Y como decía el maestro Raúl Argemí, en su maravillosa
novela El ángel de Ringo Bonavena, «cuando suena la campana, te sacan hasta el banquito».
De ahí a pensar en todo lo que Nicolás o yo hubiéramos querido hacer y lo que hicimos, y preguntarnos por qué nunca tuvimos una bicicleta roja, y de ahí la bendición del tiempo, que convierte en ficción la realidad y todo lo contrario, hasta no saber ni querer saber qué partes agregó la imaginación y cuáles estuvieron siempre ahí, carne de cuento o de recuerdo.

Mi agradecimiento más sincero para Irene Achón Lezaun por el laborioso trabajo de corregir este libro, respetando mi condición de hombre de dos orillas, y por disfrutar como lectora del desconcierto de ese nene que todavía sueña con una vista de rayos X.

Cuando lean a Nicolás, por favor, no sean duros con él: tuvo el peor de los ejemplos, aunque a ratos le pareciera el único posible.

Una última advertencia, innecesaria como todas: este libro no pretende ser el arranque de unas pueriles memorias que a nadie importan. En todo caso, me he pasado más de veinte años escribiendo unas memorias para el olvido.

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