lunes, 19 de marzo de 2012

Un cuento: El bolsillo

(Este cuento infantil paras niños y niñas con vello púbico forma parte de un librito que probablemente publicaremos las ilustraciones del gran TOÑO BENAVIDES. El título provisional es "Demasiadas trampas para sotanovsky" y el protagonista es el mismo de vario relatos publicados en mis dos libros anteriores, como El ladrón enamorado, "Eclipse" y unos cuantos más.) 


De las trampas de la elegancia
El bolsillo


Sotanovsky sintió que el bolsillo izquierdo le pesaba una barbaridad. De inmediato se sumergió en cavilaciones sobre los métodos utilizables para pesar barbaridades, se preguntó si la medida a utilizar serían libras o kilos, y concluyó en que eso dependería de la región del mundo en que se efectuara la operación, ya que una barbaridad anglosajona sería diferente de una barbaridad latina. Pero cuando se disponía  a interrogarse sobre el peso de una barbaridad oriental y su correspondiente fraccionamiento, advirtió que de su bolsillo izquierdo salía una melodía lúgubre y ventosa. Apoyó la palma sobre la tela del pantalón y percibió los latidos. Eran varios y con diferentes ritmos. 
El pantalón era de buena calidad y su apariencia, inmejorable. Desde que la hallara meses atrás, prolijamente doblada sobre el banco de cemento, junto a la parada del autobús, la prenda y Sotanovsky se habían vuelto inseparables, acaso porque no conseguía bajar la cremallera cada vez que intentaba quitarse el pantalón. 
Eso no ocurría cuando los designios de su vejiga pedían la liberación de líquidos, o cuando necesidades mayores lo llevaban a la poco elegante posición en que todo humano ha de caer varias veces por semana. En esos casos, el pantalón se mostraba razonable y la cremallera cedía sin esfuerzo, permitiendo de buena gana las operaciones de evacuación. Sin embargo, las dos o tres veces que él había abusado de su buena fe para tratar de quitárselo aprovechando esas licencias, el pantalón se rebeló con furia, llegando a lastimar partes de Sotanovsky, muy queridas, sino por las satisfacciones que le habían proporcionado, sí por las que soñaba le dieran alguna vez. 
Sacudió la cabeza y siguió andando. Lo más difícil había sido habituarse a dormir vestido, lo que le valió numerosas críticas por parte de su ex amante, Jackeline, quién al poco tiempo dejó de quejarse, razonando que «para lo que había que ver…». El desencanto de la muchacha era comprensible, ya que el pantalón y no Sotanovsky, fue el responsable del penoso equívoco que rodeó el inicio de su romance; y aunque él hombre intentó convencerla de que el llamativo bulto que ella había percibido en su entrepierna la noche que se conocieron, se debía a una estratagema del pantalón, decidida sin contar con su aprobación, ella insistía en la teoría del fraude comprobado esa misma noche en el piso de Sotanovsky.  
El bolsillo intentó atraerlo con la efusión de perfume a madreselvas que no surtió efecto, ya que el hombre, verdadero experto mundial en estas flores, desconocía su aroma y sólo las había visto en fotografías. Sotanovsky se consoló pensando en la cantidad de dinero ahorrada en pantalones desde que hallara el suyo, ya que la prenda jamás perdía su aspecto planchado y flamante. Le rondó cierta desazón al pensar en el día que descubrió que esa apariencia nueva mejoraba si alimentaba el pantalón con objetos en los bolsillos, y la científica maldad que lo llevó a experimentar el alcance de esta teoría, dejando de alimentar al bolsillo derecho. Descartó el pensamiento, por los ecos dolorosos que traía. 
El bolsillo izquierdo quiso llamar su atención con la interpretación -no muy lograda, pensó Sotanovsky- de un fragmento de Mozart, y una imitación razonable de los gemidos amorosos de una novia olvidada en una esquina de la adolescencia.
—Si recordara el nombre de la calle...—mumuró en voz alta Sotanovsky al recordar las curvas y humedades de aquella muchacha.
Descartó la idea porque había pasado mucho tiempo y si lograba recordar en qué esquina la había olvidado, temía hallarla muy deteriorada por la intemperie. Siguió andando, ajeno a las estratagemas del bolsillo, que abandonando todo recato, se echó a llorar.
—No me conmueves —le dijo Sotanovsky temiendo lo peor. 
Con disimulo, se palpó el bolsillo derecho, inerme y quieto. Creyó detectar cierto latido, pero supo que era imposible y le faltó muy poco para unirse a los sollozos del bolsillo izquierdo. Después de semanas, aún no lograba sobreponerse de la pena que la causó la muerte del bolsillo derecho. Suspiró al recordarlo, siempre tan educado y discreto, capaz de cargar con infinidad de objetos sin proferir la menor queja. Desde su fallecimiento, Sotanovaky se sentía más solo que nunca. Pero había sido necesario acabar con él, como hacía ahora con el bolsillo izquierdo. El pantalón debía morir, pese a lo excelente del género. A Sotanovsky no le importaba su tiranía, pero el color le parecía detestable. 
Pese a su determinación, le inquietaba la resistencia del bolsillo izquierdo, que siempre había mostrado una personalidad más inestable que el derecho. 
Llegó a la parada con varios minutos de antelación. El bolsillo izquierdo estaba en silencio. Palpó la tela y sólo después de algunos segundos alcanzó la calma de la certeza: el bolsillo no había muerto, sólo estaba durmiendo. Certificó ese diagnóstico el ronquido grave y acompasado, que brotaba de la boca entreabierta del bolsillo. «Mejor así», se dijo Sotanovsky, que como asesino de bolsillos no era gran cosa. 
El autobús asomó su morro aplanado al final de la calle. El ruido del motor se perdía bajo el de los motores humanos y  rencorosos que atestaban el aparato, y la premura por conquistar un lugar entre la muchedumbre, llevó a Sotanovsky a calcular distancias, potencia del salto y velocidad de la monedas al caer sobre la mano del conductor. Echó atrás la pierna izquierda, llenó de aire sus pulmones y sin pensarlo metió la mano en el bolsillo para buscar las monedas. 
Sintió un tirón, al principio casi una fuerza de cosquillas, como cuando dejaba la mano cerca del tapón de la bañera y el agua al irse jugaba a llevarlo con ella ; pero enseguida se convirtió en una succión un poco obscena, una rabia de pozo, un viento de fauces. 
Quiso resistirse y echó el cuerpo hacia atrás, obteniendo el anticipo de una victoria cuando el bolsillo cedió en su empeño. Pero al aflojar los músculos para repetir el intento, el bolsillo izquierdo tiró con fuerza de titán y  Sotanovsky supo que estaba derrotado. La oscuridad del bolsillo engulló su cuerpo y al caer, se asombró del tamaño interior de un bolsillo tan pequeño por fuera y que por dentro parecía más amplio que su piso. «Y seguramente con un alquiler más bajo», pensó. Alcanzó a reconocer algunos objetos que creía perdidos y casi fue feliz al ver, hacia donde calculaba que estaría el Norte del bolsillo, aquél billete de 500 que creía perdido hace tiempo. Se emocionó al pasar junto al papel doblado en triángulo, en el que Jackeline le apuntara por primera vez un romántico insulto, y la nostalgia atenazó su pecho al reconocer, flotando en el negro vacío, algunas plumas sintéticas del primer cú cú que estrangulara, cuando era poco más que un niño. 
Siguió cayendo y contabilizando reliquias entrañables que daba por perdidas, hasta tocar fondo sobre una mullida capa de pelusas. Le pareció divisar siluetas inmóviles como muñecos, pero la oscuridad era total.  
En el silencio oyó un sonido breve y definitivo, «como un suspiro cósmico que sube hacia salida del bolsillo», se dijo. 
Pero de inmediato se convenció de que no era un suspiro, sino un eructo.


El hombre llegó corriendo, y sus piernas en el aire parecían pisar el humo que dejaba el autobús al alejarse. La cara redonda y maliciosa de un niño le hizo burla y tropezó con un adoquín, antes de caer en un charco. Revisó su diccionario mental de insultos y decidió economizarlos porque no eran tantos y tenía un vasto día por delante. 
Al sentarse en el banco, reparó en el pantalón, prolijamente doblado y de aspecto flamante. «Parece nuevo y caro», se dijo. Comprobó que la talla era la suya, midió el largo de las piernas, y mirando hacia los lados lo ocultó en su maletín. Hasta que llegara el próximo autobús tenía tiempo de volver a casa y cambiarse. Cuando el jefe lo viera llegar vestido con una prenda tan cara, no se atrevería a regañarlo, y puede que hasta la estirada de Sofïa se diera al fin por enterada de su existencia. 
Volvió sobre sus pasos silbando confiado. 
De alguna manera, tenía la seguridad de que esa mañana empezaba una nueva vida. La calle, juraría, olía a madreselvas.

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