lunes, 20 de diciembre de 2010

Un regalito de Navidad

El siguiente relato fue publicado hace unos meses en l
a revista OTROTIPO. Usé para inspirarme en los personajes de esta trama negra con ecos clásicos (y un poco de erotismo, que con este frío viene bien), a dos tipos que aprecio y admiro como escritores y como amigos: Pedro de Paz y Jerónimo Tristante. El policía se basa en Pedro, y El Lobo en Jero. Tarea difícil, ya que los dos dan más el timpo delincuentoide...
Las ilustraciones son del GRAN GRAN Daviz del Reino, alias El Arrugao.




¿Quién mató al lobo feroz?



Avancé con el coche por el camino privado durante medio kilómetro y sólo entonces pude ver la mansión. Detrás, el parque natural que limita con la propiedad parecía pedir disculpas porque sus árboles no se veían tan pulcros como los de sus vecinos ricos. Las luces de todas las ventanas estaban encendidas y delante del porche conté tres coches. Ninguno oficial. Mejor, pensé. Me gusta llegar a la escena del crimen antes de que los de la Científica, envenenados con tanta serie de televisión, lo llenen todo de letreritos amarillos y sustancias pringosas. De algo tenía que servirme ser el único policía de Homicidios que sólo trabaja en el turno de noche.
Toqué el timbre aunque la puerta estaba entornada y abrió “La abuelita”. Tenía que serlo: la llamada la había hecho una muchacha denunciando que intentaron matarla a ella y a su abuelita. Y la mujer que me observaba no tenía pinta de nieta. Tampoco de abuelita. Aparentaba treinta y pocos años y sólo vestía una corta bata de seda negra que se untaba en su cuerpo. Le mostré la credencial y traté de mirarla sólo a los ojos. Casi lo consigo.
—¡Ha sido horrible! —dijo ella mientras me abrazaba— ¡Ha sido horrible!
—Quisiera ver el lugar en el que ocurrió, por favor.
La seguí por escaleras amplias y sin barandillas, mientras la bata negra bailaba delante de mis ojos. Para pensar en otra cosa, pregunté si el personal de servicio seguía en la casa.
—Es martes, tienen día libre —me dijo como si esa información figurase en el BOE y yo estuviera obligado a saberlo.
Seguimos por un ancho pasillo alfombrado hasta desembocar en dormitorio interminable. El suelo y techo eran blancos, revestidos de un material de apariencia suave. Los espejos que cubrían los muros extendían el espacio, y completaba el efecto la enorme cama blanca, en la que media docena de personas que se odiaran podrían dormir sin tocarse. Aunque no era eso lo primero en lo que uno pensaba al ver ese lecho.
Y en el centro de la cama, estropeando tanta blancura, el cuerpo de Jerónimo El Lobo Tristante, desnudo y definitivamente muerto.


Avancé hacia él. Tenía los ojos azules abiertos como si no acabara de creerse que la fiesta había terminado. No soy forense, ni lo quiero ser, pero hubiera apostado una caja de balas de plata a que la causa del deceso había que buscarla en el tajo limpio que le cercenaba el cuello
Detrás de mí, la Abuelita emitió un ruidito agudo. Giré y vi que caía hacia mis brazos, con los ojos cerrados. Di un paso al costado y la dejé completar la trayectoria, hasta quedar de bruces, medio cuerpo sobre la cama, la bata insuficiente y nada más debajo. Quedó inmóvil, con la respiración agitada. Me acerqué y tomé el pie de El Lobo, lo levanté y lo desplacé hasta que tocó el brazo de la Abuelita. Ella ronroneó, suponiendo que era mi piel lo que tocaba, pero de pronto comprendió, abrió los ojos y se le pasó el desmayo. Se sentó en el borde de la cama, lo más lejos posible del cadáver, y trató de cubrirse con la bata, que no estaba pensada para tal fin.
—Tengo toda la noche para jueguecitos, señora —le dije mientras encendía un cigarrillo, aunque no había ceniceros a la vista —.Pero usted no. En quince minutos, llegarán mis compañeros. Y ellos sólo verán que tiene un muerto en su cama. Creo que le conviene contarme qué ocurrió.
Presionó un botón invisible al costado de la cama y un panel se deslizó en silencio, dejando al descubierto un surtido de licores que hubiera provocado la envidia del barman de Los tres cerditos, el bar en el que El Lobo Tristante y yo solíamos cruzarnos como pasajeros de la noche. Comprendí lo que quería la Abuelita y deslicé la mano frente a las botellas, hasta que un gesto imperceptible de ella me indicó sus preferencias: ginebra Hendricks. Le serví un vaso generoso, con tres cubos de hielo y se lo alcancé. Sacudí la cabeza y me puse una buena ración de un bourbon importado. Al diablo con los tópicos sobre policías que no beben estando de servicio. Lo necesitaba: El Lobo estaba muerto sobre la cama y había sido mi amigo. O algo parecido.
La Abuelita bebió un largo trago y empezó a hablar:
—Ya lo explicó todo mi nieta cuando llamó a la policía: él entró con engaños, me violó e hizo lo mismo con ella. Luego intentó matarnos y…
Saqué el móvil y empecé a marcar un número:
—¿Qué hace?
—Llamo a los de la Científica para que traigan también a un informático Apostaría a que este tinglado erótico-tecnológico incluye por lo menos cuatro ocultas, y aunque hayan borrado la grabación, siempre se puede recuperar. ¿Lo sabía, señora? Vamos, que la violación habrá quedado registrada…
Tomo un trago e hizo un gesto con la mano. Guardé el móvil en el bolsillo.
—Tiene razón. inspector…
—Puede llamarme Pedro.
—No fue exactamente una violación. Llegó a eso de las siete preguntando por mi nieta. Ella había avisado que vendría a cenar un ex -profesor suyo.
—¿No le extrañó que su nieta tuviera un amigo cuarentón?
Encajaba. Entre otras cosas, El Lobo Tristante era profesor de instituto. Aunque en comisaría muchos compañeros llevaban años intentando cargarle toda clase de delitos, la única actividad “ilegal” que le conocía era aprovechar la ausencia de ciertos policías para tener líos con sus mujeres. No sabía que le fueran las jovencitas, pero era típico en él intentar una función doble intergeneracional con la nieta y la abuela. Y más con una Abuelita como esa.
Ella me contó que a poco de llegar el Lobo recibió un sms de su nieta advirtiendo que se retrasaría unas horas, y que en su papel de anfitriona le ofreció algo de beber y comenzaron a charlar.
—Era un hombre simpático —dijo—. No dejaba de bromear y contaba con gracia los chistes más groseros. Una cosa fue llevando a la otra y…
Típico del Lobo. Las chicas de Los tres cerditos solían regalarle favores porque las hacía reír. A mí me lo hacían gratis porque yo era policía y también porque siempre estaba triste. Eso decían ellas. A Práctico, el mayor de los trillizos dueños del local, no le hacía gracia nuestra amistad, pero a las chicas les encantaba vernos llegar y siempre bromeaban con lo de Pedro y El Lobo.
—Veo que la inmovilizó —comenté mirando las marcas en sus muñecas.
—En realidad —se ruborizó la Abuelita— , eso fue parte del… juego.
Distinguí, blancas ocultas en el blanco, las cuerdas de apariencia suave y firme que salían del cabecero y los extremos de la cama.
—¿En qué momento el juego dejó de serlo, señora?
—Faltaba mucho para que regresara mi nieta y él me dejó atada, “para que no te me escapes”, bromeó. Y preparó un par de daiquiris de frambuesa. Bebí un poco y me dormí. Supongo que me echó algo en la bebida… Desperté en quince minutos —señaló on la cabeza el reloj de números blancos que formaba parte del muro—, y escuché esos ruidos horribles: muebles volcados, disparos, rugidos y… los gritos desesperados de mi nieta. Luego me enteré de lo que había ocurrido y fue que…
—Sólo lo que vio en persona —la corté— ¿Puedo hablar con su nieta?
La Abuelita se puso de pie y la bata resbaló por su hombro izquierdo:
—¿Es necesario hacerla revivir todo ese horror, inspector? Yo le estaría muy, muy agradecida si…
Ejecutó un hábil movimiento con el hombro cubierto, que hizo deslizar la bata por su cuerpo y quedó desnuda. Giró exhibiendo el premio ofrecido a mi colaboración. Volví a preguntarme cuántos años tendría la Abuelita, porque sin ropa no parecían muchos más de treinta. Aproveché que seguía exhibiéndose para comprobar que no se apreciaban mordiscos en su piel. Levanté la bata del suelo alfombrado y se la alcancé.
—Tal vez en otra ocasión, señora. Trataré a su nieta con delicadeza.
Se resignó y me guió hasta la cocina. Por el camino desveló el misterio de su edad. No era la abuela carnal de la muchacha, sino la última mujer de su abuelo, un empresario valenciano fallecido cinco años antes. La chica vivía con ella desde la muerte en accidente de aviación de sus padres, agregó, y pensé que eran demasiadas muertes para una familia con tanto dinero. Puede que los ricos lloren, pero suelen vivir más que los pobres.
En la cocina, cuya superficie triplicaba la de mi piso, nos esperaban la nietecita y un tipo con pinta de leñador ecologista o viceversa. El leñador resultó llamarse Antonio Leñador y era guardia en el parque nacional vecino a la finca. El salvador de las dos mujeres indefensas se miraba las manos como si buscara en ellas manchas de sangre que sólo él podía ver. Es normal que eso ocurra, la primera vez que matas a alguien.
En cuanto a la nietecita, no retuve su nombre irlandés, porque luego podría leerlo en el atestado, y porque desde la primera mirada supe que ella, para mí, se llamaría Caperucita.
Las batas cortas de seda era un uniforme en esa casa, aunque la de Caperucita lucía color rojo brillante y no dejaba mucho a la imaginación. También era rojo su pelo cortado en melena y con raya al medio, hasta darle el aspecto de una capucha bermeja. Los ojos eran de un verde que debería estar prohibido y preferí pensar que era mayor de edad para no tener que denunciarme a mi mismo por los pensamientos que cruzaron mi cabeza.
Hice salir a Leñador y Caperucita me habló de su amistad con el ex-profesor Tristante. Llevaba tiempo planeando presentárselo a su “Abuelita”, porque estaba muy sola y creyó que congeniarían. A mediodía había quedado a comer en el centro con El Lobo, como hacían una vez al mes, y él propuso realizar las presentaciones esa noche:
—No me di cuenta de que lo tenía todo planeado…
—Sólo los hechos, por favor.
—Perdone. Le expliqué que era el día libre del servicio y él dijo que mejor aún, para que todo fuera más informal. Se ofreció a cocinar para nosotras, era un chef de primera. Entonces, cuando ya había avisado a mi Abuelita que teníamos un invitado, él recordó que tenía que realizar unas gestiones urgentes
y no le daría tiempo a comprar los ingredientes para la cena. Me convenció para que los comprara yo, y acepté aunque eso significaría retrasarme casi tres horas y dar un gran rodeo para volver a casa…
—Pero llegó mucho antes de lo esperado.
—Sí. No pensaba ir de mercado en mercado, como una maruja. Así que compré lo necesario para un aperitivo, hice que lo metieran en una cesta de pic nic, y el resto de los ingredientes los encargué por teléfono a una tienda de delicatessen, para que los trajeran hasta aquí.
Sollozó y sentí ganas de consolarla.


—Cuando llegué, me llamó la atención ver el coche de Jerónimo. En el salón había vasos y bebidas, pero ellos no estaban, así que pensé que…
Se sonrojó, pero siguió:
—Escuché ruidos en el estudio de Abu. Entré y lo vi, desnudo y fuera de si. Intentaba abrir la caja fuerte. Cuando me descubrió comenzó a zarandearme y me exigía que le diera la combinación. Le dije que no la conocía y me contó que había drogado a Abu para conseguirla, pero la serie de números que ella le dio no servía. Nunca lo había visto así, me amenazó con una pistola, me arrancó la ropa y me…, usted ya sabe lo que quiero decir.
Me dije que además de daiquiris de frambuesa, el profesor pelirrojo se habría preparado un buen cóctel de pastillas azules, porque según las chicas de Los tres cerditos, ya no estaba para proezas eróticas. Caperucita narraba en tono monocorde todo lo que el Lobo le había hecho y tosí para interrumpirla:
—Tengo que hacerle una pregunta delicada, pero necesaria, señorita: ¿El señor Tristante y usted habían intimado con anterioridad?
Tardó en comprender pero luego contestó con naturalidad:
—¿Qué si me lo había tirado? ¡Por supuesto! Cinco o seis veces, desde que acabé el instituto. Pero eso terminó hace mucho, mucho tiempo, más de dos meses… Ahora sólo éramos amigos.
Sonreí: para las chicas como ella, dos meses eran “mucho, mucho tiempo”. Luego recordé que hay noches que se me hacen interminables y descarté la ironía.
—Continúe, por favor.
—Lo peor vino después. En lugar de calmarse, se enardeció. Dijo que nos mataría a las dos si no conseguía la combinación. Hizo varios disparos al aire y comenzó a rugir, parecía estar transformándose en… otra cosa.
Se abrazó a mí y comenzó a llorar. La bata cayó por su hombro y lo inspeccioné repitiéndome que sólo lo hacía desde el punto de vista profesional. Subí la tela roja para cubrirla de modo que al hacerlo dejé al descubierto el otro hombro. Allí estaba: un mordisco profundo y reciente, que sin embargo parecía cicatrizar ante mis ojos. Le acomodé la bata y la consolé un poco más.
— ¿Qué ocurrió después?
— Escapé y me escondí en el laboratorio fotográfico de Abu, es su hobby, ¿sabe?, pero él pero me encontró. Ya no era el mismo: había crecido y le brotaba pelo rojizo por todo el cuerpo. Me asusté tanto que le arrojé una cubeta del líquido que se usa para revelar y empezó a quemarse, aullaba.
Productos para revelar fotos. Sales de plata.
—Salí corriendo al jardín, desnuda como estaba y fui hacia el Parque, porque sabía que la caseta de los guardas forestales estaba cerca. Él me siguió, tropezando, y traía la pistola en la mano. Por suerte Antonio apareció a tiempo, si no ya estaría muerta…
Cuando terminó de narrar su versión, le recomendé no comentar con los otros policías, cuando llegaran, todo eso de transformaciones extrañas. Asintió obediente y fue a llamar a Leñador.

Ignoraba cómo había sido el carácter de ese muchachote de aspecto sano antes de esa noche, pero estaba seguro de que no volvería a ser el mismo. Hablaba como si le costara comprender lo que había visto y lo que había hecho. Su versión encajaba con la de Caperucita: anochecía cuando escuchó disparos en la mansión, se asomó para ver qué lo ocurría y vio llegar a la muchacha, desnuda y huyendo despavorida. Detrás, una enorme sombra rojiza que la seguía rugiendo y con un arma en la mano, garra o lo que fuera. No parecía humano. Leñador hizo lo que todo héroe en potencia, aferró el hacha y cuando El Lobo estuvo cerca, le cortó el cuello. Luego perdió la noción de los hechos, siguió golpeando y se desmayó.
—Es extraño, señor Leñador —comenté cómo si hablara para mi mismo—. Su versión parece coherente por momentos, pero tiene aspectos un poco… psicotrópicos.
Se derrumbó y admitió que solía aprovechar el anochecer para fumarse unos porros en contacto con la naturaleza. Cuando Caperucita y El Lobo llegaron, ya iba por el cuarto. Rogó que no lo comentara o perdería el trabajo, y le dije que contara con mi silencio, pero le aconsejé que podara de su historia los toques sobrenaturales cuando hablara con mis compañeros.
Antes de marcharme, recorrí la casa. El cuarto de la chica era lujoso pero me sorprendió la variada biblioteca que cubría toda una pared. Revisé los líquidos en el laboratorio fotográfico de la Abuelita, y en el estudio hallé, entre muebles destrozados, las ropas de El Lobo y los jirones de lo que habría sido el vestido de Caperucita. La pistola, me contaron después, apareció cerca de la cabaña de Antonio Leñador.
Cuando estaba por marcharme, la muchacha me detuvo:
—Sé que Jerónimo quería robar y hasta matarnos, pero no comprendo por qué se transformó en esa bestia inhumana. Quiero saber ¿Me ayudará?
La miré a los ojos y le pedí que me diera unas semanas para investigar. Le di el número de mi teléfono móvil y dijo que si la ayudaba a resolver el misterio me quedaría muy, muy agradecida.
Al salir, mi coche casi choca con una furgoneta blanca que tenía la silueta de un chef pintada en los costados. Eran los de la tienda de delicatessen, preocupados porque habían confundido el camino y temían llegar tarde. Les dije que la fiesta, en cierto modo, acaba de comenzar. Detrás venían los patrulleros y el coche de los de la Científica. Pensé que los compañeros, esa noche, tendrían algo más que café recalentado y bocadillos rancios para acompañar la tarea.


****

Un mes más tarde Caperucita me llamó y le dije que había hallado una explicación para el misterio. Me citó en su casa, a las ocho. Intenté cambiar el lugar del encuentro pero ella dijo que podríamos hablar sin testigos, porque su Abuelita estaba de viaje. Después de colgar, comprobé sin necesidad el calendario sobre mi escritorio: era martes, el servicio tenía el día libre.
Admito que estaba nervioso. Cuando trabajas por la noche, sueles perder la noción de los días y tuve la sensación de que sólo habían pasado unos minutos desde la muerte de El Lobo, en lugar de varias semanas. Tampoco ayudó demasiado que Caperucita me recibiera con la misma bata roja de seda que llevaba aquella noche. Me encogí de hombros: igual las tenía por docenas.
Rogó que la disculpara por su atuendo, pero acababa de darse una ducha y le dije que no había nada que disculpar. Pasamos al salón y me ofreció de beber.
—No estaría mal un daiquiri de frambuesa —dije.
—No parece una bebida apropiada para usted, Pedro.
—Tampoco le pegaba a El Lobo Tristante, pero mire por dónde…
—No le caigo bien —dijo ella mientras preparaba los combinados—. Le parece inmoral que me acostara con mi profesor, ¿verdad? Pero es que siempre me gustaron los hombres maduros, como Jerónimo… o como usted. Creo que hay un dicho al respecto: la antigüedad es un grado, o algo así.
Me dio mi copa y se sentó en el sofá, las piernas recogidas bajo la barbilla. La noche avanzaba en el gran ventanal y yo me sentí aún más inquieto. Sobre la mesa baja había tendido un mantel a cuadros rojos y blancos, y en el centro, una cesta de pic nic aguardaba su momento.
Ella dejó su copa sobre la mesa, como si no se hubiera dado cuenta de que la bata ya casi no la vestía. El mordisco era una línea apenas visible en su hombro y la luna asomaba detrás de los árboles del parque. Empecé a sudar.
—Supongo que ha venido por su recompensa, inspector De Paz. Y se la daré con gusto… aunque ya no necesito que me explique nada.
Bebí un trago del daiquiri de frambuesa y me pregunté cómo podía gustarle eso a El Lobo.
—Lo imaginaba, Caperucita. Pero los hombres de maduros tendemos a volvernos obsesivos y nos gusta terminar el trabajo, porque a menudo no tenemos más que eso. Mi trabajo es averiguar cosas y eso he hecho.
—Por mí, no se prive —murmuró ella sin apartar los ojos del ventanal.
—Sólo tengo una duda: ¿Por qué un plan tan complejo, no hubiera sido más sencillo provocar un accidente, como con sus padres?
Ella se sobresaltó pero recuperó la compostura. Detrás de los árboles, la luna anunciaba su brillo blanco.
—Hablamos por hablar —dijo—, no se puede demostrar nada. El mecánico que arregló el avión de papá se volvió ambicioso, quería más dinero y más… —con la mirada señaló su cuerpo y con una mano tiró de la cinta de seda que sostenía la bata. Ahora podía ver todo aquello de lo que el mecánico quería más. Y era mucho. Mi mano comenzó a temblar un poco. Me desnudé sin dejar de mirarla y Caperucita disfrutó de su victoria al ver el efecto que provocaba en mí. Pero en lugar de saltar sobre ella, como esperaba, tome mi copa de la mesa y volví a sentarme:
—Así que para liquidar a su Abuelita optó por buscar un cómplice que no conociera todo su plan, sino sólo una parte.
Bostezó y se estiró en el sofá. Estaba ganando tiempo y yo lo sabía, pero me costaba apartar los ojos de su cuerpo. La línea del mordisco en su hombro se volvió más oscura y parecía latir.
—Jerónimo estaba loco por mí, le dije que con las joyas que guardaba Abu en la caja fuerte podríamos vivir para siempre en una isla paradisíaca…
—Pero no le contó que planeaba matarla a ella, echarle la culpa, y simular que lo había asesinado en defensa propia… Aunque que las cosas no salieron como esperabas, Caperucita…
Sonrió dulcemente. Como una niña perdida en el bosque:
—Con el abuelo bastó una sobredosis de medicamentos, pero ahora era diferente. Y no pensé que Jerónimo fuera tan blando. Puso en la copa de Abu menos droga de la que le indiqué, por miedo a matarla. Y no logró arrancarle la combinación correcta de la caja fuerte. Si hubiera llegado a abrirla, todo resultaría más creíble. Aunque, en realidad, nunca planeé robar las joyas… ¿Para qué, si todo sería mío legalmente?
—Pero cuando llegaste una hora y media antes, él descubrió tu plan…
—Qué va. Estaba muy nervioso, decía que se hacía de noche, que tenía que huir… Me costó tranquilizarlo, pero recurrí al viejo truco horizontal, y cuando el viejo quedó exhausto, me disponía a liquidarlo, pero…
—Pero ocurrió lo único que no esperabas.
—¿No quiere su premio ahora, inspector Pedro de Paz? Pronto será tarde y me temo que usted ya lo sabe…
—Puede. Pero como dijiste hace un mes, necesito saber. ¿Lo de Leñador fue una improvisación? Por que en ese caso, tu capacidad es admirable…
—Me lo vengo tirando desde que tenía quince años y conozco sus costumbres. Por eso, cuando Jerónimo empezó a transformarse, huí hasta donde estaba él, porque mientras el tonto de Antonio se hacía el héroe y el otro lo mataba, tal vez yo podría escapar.
—¿Y lo del líquido con sales de plata?
—Pura casualidad. En ese momento, lo que yo menos podría imaginar era que Jerónimo…
—Pero enseguida comprendiste. He visto tu biblioteca y sabes bastante de temas sobrenaturales… ¿De dónde sacaste el cuchillo de plata? Un hachazo sólo deja fuera de combate a un hombre lobo por unos minutos…
Sonrió con dulzura y comenzó a ponerse de pie:
—Ay, inspector. Se nota que viene usted de cuna humilde. En casas como ésta, toda la cubertería es de plata. Cuando entendí lo que pasaba, dejé sin sentido a Antonio de una pedrada, corrí hasta la cocina, busqué el cuchillo más grande y sólo tuve que repasar el tajo del hacha y adiós hombre-lobo. Ninguno de los dos se enteró de nada. El pobre Antonio quedó tan trastornado por haber matado a Jero, que está ingresado en un psiquiátrico. El mejor, desde luego. Me ocupé de que lo traten bien.
—¿Tu Abuelita regresará viva de este viaje?
—Desde luego. No soy tonta. Es un fastidio, pero tendré que dejar pasar un tiempo antes de ocuparme de ella.
Bebí lo que quedaba de mi copa procurando no mirar hacia el ventanal el en el que la luna asomaba invicta sobre los árboles. La luna llena.
—Tenías todo bajo control, salvo una cosa…
—Sí. El mordisco. Cuando pude releer mis libros sobre el tema, todo fue sumar dos más dos. Al principio me asusté, pero luego empecé a esperar con impaciencia la próxima noche de luna llena. Que es esta.
Se acercó al ventanal, estiró los brazos y las piernas y dejó que la luz de la luna bañara su cuerpo:
—No se moleste en buscar en la cesta de pic nic, inspector. Esta vez no la usé para ocultar la pistola. Ya no necesito armas ni las armas pueden dañarme. Le advertí que cobrara su premio cuando aún tenía tiempo…
—Lo haré —dije.
Supongo que fue mi voz, repentinamente ronca, lo que la alertó. Se volvió,recortada por la luna. Me miró sorprendida.
—Tenías razón sobre el dicho, Caperucita: la antigüedad es un grado. Y no sólo para los hombres. También para los hombres-lobo. Y las mujeres-lobo.
En más de treinta años de licántropo, fue la única vez en que no me dolió la transformación. Ella sacudió la cabeza tratando de comprender y estuve a punto de explicarle que la primera vez que te transformas después del mordisco inicial, el proceso tarda varias horas. Pero no le dije nada porque de mi garganta ya no salían palabras, sólo rugidos. Me vi reflejado en el ventanal, cubierto del pelaje renegrido que tanta gracia le causaba a Jerónimo, y pensé vagamente en aquella noche en que nos conocimos, en Los tres cerditos, durante una reunión de Licántropos Anónimos, y en el apoyo mutuo que nos habíamos brindando durante años para vencer nuestra adicción. Pensé también en que todo ese esfuerzo se había ido al garete por culpa de esa niñata que ahora temblaba de terror, y en que el mal no es exclusivo de los que padecemos una maldición. Después no pensé en nada, porque todo fue rojo y desgarro. y muerte.

Con un débil vestigio de conciencia logré frenar mi impulso de huir al bosque cuando todo acabó. Sabía que ella habría tomado los recaudos para que nadie viniera a la casa hasta el día siguiente.
Así que me dormí a su lado y desperté al amanecer, evitando mirar en qué se había convertido la dulce Caperucita. Me di una larga ducha para quitarme su sangre y al volver a vestirme me sentí limpio y satisfecho.
Antes de marcharme desconecté los discos duros del sistema de cámaras y me los llevé conmigo.
Mientras me alejaba por la autovía me prometí volver pronto para consolar a la Abuelita. Pero lo haría de día.
Y tal vez dentro de dos meses, un martes de luna llena, le haría una visita nocturna.
Aunque quién sabe: como decía Caperucita, dos meses es mucho, mucho tiempo.

Carlos Salem