Un sueño del Poe
Los sueños de los muertos son como los sueños de los vivos,
pero con menos prisa.
Los muertos no se impacientan.
Por eso sé que este sueño es el sueño de un vivo.
Me desespero, renuncio a mis corazas,
y desnudo voy con mis miedos por bufanda.
Es un sueño febril, estoy enfermo y deliro,
alguien me alimenta
y me da medicinas
y me come la polla.
Todo con la misma solícita ternura que sólo merece el condenado
el día antes de su ejecución.
La mujer que me cuida es Maggy y al mismo tiempo es Lucy,
Lucy-cabeza-de huevo, la dulce muchacha calva
que saltó por mí desde un séptimo piso,
sin saber que me arrastraba con ella.
Deambulo por pasillos y alguien me sostiene,
mis piernas son de una material más blando que las nubes.
Pero aún así me resisto,
escapo a la oscuridad
y desemboco en un callejón que acaba en un edificio.
Es un restaurante, un viejo café, una posada digna de D Artagnan.
Tras los cristales sucios,
hay manos que me llaman,
ojos que me juzgan o me compadecen.
Los reconozco: Stevenson, London,
Cortázar bebiendo a morro de una botella de vino
seguramente francés,
Borges con su mirada líquida
que oculta un mar que cabe en un charco,
son tantos
y se ven tan satisfechos,
tan desgraciados y perfectos.
También está Chandler,
finiquitando una botella de whisky junto a Poe,
el verdadero Poe con un cuervo en el hombro.
Me llaman, señalan la puerta, sonríen,
¿Me animan a entrar o se burlan de mí porque saben que nunca lo conseguiré?
Me acerco a la puerta y antes de tocar el pomo sé
que si la empujo se abrirá,
y también que no quiero entrar, no por esa puerta.
Seguir el camino sería lo mismo que tomarme en serio
y sé que si me tomo en serio,
empezaré a soñar como sueñan los muertos.
Con la cara pegada al cristal,
Osvaldo Soriano
con un cigarrillo en la mano,
me dice algo que no logro entender,
y Conrad me hace cortes de manga
con elegancia digna del inglés más solemne.
Soriano grita, gesticula.
Pego el oído al cristal y creo entender que me dice
que tenía que ser divertido,
¿o que no tenía que serlo?
Retrocedo y Borges sonríe desde su caparazón,
levanta su bastón y me invita a entrar de una vez.
Detrás de él,
Vonnegut le hace con los dedos el gesto de los cuernos
y luego lo abraza como a un amigo viejo.
El ciego saca una bolsita de terciopelo rojo de su alguna parte,
despeja la mesa y empiezan a jugar a las canicas.
Pero no son canicas,
son los huevos de mi talento y ahora nunca sabré
cuál es el derecho y cuál el izquierdo.
Escapo.
Sólo unos pasos, porque el callejón ha desaparecido y no tengo adónde ir.
Ahora veo que la fachada del edificio sólo tiene esa puerta.
El resto está pintado sobre los muros: ventanas,
decenas de ventanas que parecen reales y no lo son.
Me asomo por una y voces del pasado me reclaman.
Me asomo a la siguiente
y sólo hay viento cargado de ecos.
Me asomo a otra ventana y se oye el mar.
Me dejo caer y el mar se traga,
un mar caliente,
lleno de bocas sin dientes,
que pronuncian mi nombre
y es siempre,
siempre,
siempre,
el nombre de otro.
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