martes, 29 de noviembre de 2016

BUENOS AIRES/ Día 5

Me había olvidado de que acá,cuando llueve, llueve. El cielo se vuelca enterito sobre el asfalto para cobrar con intereses tanto árbol salpicando verde por todo Buenos Aires, tanto rio que parece mar.
La primavera acalorada de ayer no se va, pero igual aprovecha para dormir la fiesta de anoche. Yo lo hubiera hecho, pero hay tanto por ver  y escuchar, que dormir se me hace culpa, y de esas ya traje unas cuántas en las maletas/valijas.
Llueve Buenos Aires.
Cada ciudad llueve distinta.
No creas lo que dicen los documentales. Ya bastante hicieron al convencernos de que todos los soles que vemos es cualquier lugar del mundo son el mismo sol.
Sabemos que no, pero fingimos creerles, no sea cosa que a la policía metafísica le dé por revisar nuestra ficha y nos metamos en líos.
De la luna, prefiero no hablar, que ella y yo tenemos un pacto de silencio y gritos que a nadie le interesa.
Pero la lluvia, no.
La lluvia llueve diferente en Madrid, donde no la esperamos casi nunca y la ciudad se convierte en un intrincado laberinto de paraguas asesinos blandidos por viejas que buscan desquitarse de la vida sacándole un ojo al primer poeta despistado que se cruce en su camino.
En París, se deja caer regularmente, como una amante puntual y cumplidora, rara vez torrencial, quizás porque de tanto de llover, apuesta por la eternidad de las gotas contra los  techos de cristal de esas buhardillas que siempre vi las películas y creí que no existían.  Ahora sé que existen pero no sé si alguna vez podré comprarme una. En todo caso da igual. Lo único bueno de no tener casa propia es que todas las casas son tu casa si se trata de imaginar como la lluvia las gasta con caricias.
En Barcelona, cuando llueve todo se acelera,salvo los turistas, que ya venían acelerados de casa y corren sobre seco y sobre mojado, como si en un descuido alguien pudiera terminar de construir la Sagrada Familia y ellos se lo perdieran para la foto.
En Génova, al menos cuando yo he estado, llueve sin ganas. Nunca supe si por delicadeza por parte de la lluvia, o porque se ha cansado de llover durante siglos sin poder derrotar nunca la belleza de la piedra.
En Penmarch, Bretaña, cuando llueve no sabes dónde empieza y dónde termina el mar.
En Cayenne llueve por decreto, y probablemente por decisión de la Unión Europea, y en medio de la foresta más tupida, cuando sale el sol,  brillan las pepitas de oro que ningún buscador ha de encontrar.
En Neuquén, en mi infancia, seguro que llovía, pero yo sólo me acuerdo del viento.
En Ceuta, la lluvia hacía del mar el teclado de una eterna canción de jazz africano.
En Frankfurt llovió ordenadamente y como estaba previsto.
No recuerdo como llueve en el DF. En realidad no recuerdo casi nada, solo el azul de la casa de Frida.
En Buenos Aires, después de tanto tiempo, vengo a recordar la incongruencia feliz de una lluvia tropical dónde empieza o acaba el mundo, en todo caso, lejos del ombligo.
Las calles se lavan y brillan.
La noche en mitad del día.
Las luces de los coches con su coreografía.
Los ventanales de todos los cafés se vuelven cines en sesión continua, pero hasta llegar aquí tuviste que pagar el precio de empaparte y compartir precarios refugios bajo aleros insuficientes con gente que comenta escandalizada la barbaridad de esta lluvia como si no hubiera llovido nunca.
Como si no pasara tan seguido y tan fugazmente que, horas después parece que aquí no hubiera llovido nada.
Y ha llovido mucho.
Demasiado.
Y lo que queda por llover.

martes, 22 de noviembre de 2016

BUENOS AIRES/ Día 1

Tras 21 horas desde que cerré la puerta de casa en Madrid,
reflexiono en una cafeteria
del aeropuerto en Buenos Aires.
Uno de los dos aeropuertos de Buenos Aires.
¿Adivinan a cuál le dije que tenía que ir a esperarme al amigo que me vino a buscar?
Exacto:  Al otro.
Mis maletas, envueltas en condones verde fosforito,
se descojonan como solo saben hacerlo unas maletas.
Y en la mesa de al lado,
una pareja joven y argentina
(más argentinos no pueden ser al hablar)
se pelea con tal ferocidad
que esto tiene pinta de acabar
en un hotel
o en las páginas de sucesos de los diarios.
Hay gente que no sabe querer sin morder.
Todo indica que es ella la que se va de viaje, y que no ha de ser un viaje muy largo con una maleta tan pequeña. Pero habla mordiendo las palabras y uno piensa que la galaxia no es suficientemente grande para los dos.
Él se levanta y se va de la mesa con más prisa que violencia.
Se esconde detrás del kiosco de prensa y desde aquí puedo ver que está llorando.
Eso no quiere decir que sea el bueno de esta película ni de ninguna.
Llorar no da la razón.
Gritar tampoco.
Es probable que la razón no exista cuando dos se han entendido tanto y ahora no se entienden nada.
Ella paga la cuenta y se aleja en la misma dirección.
Las chicas de la cafetería son muy majas y me han guardado las maletas detrás del mostrador.
Así que podría seguirlos, para saber si ella lo alcanza y lo besa, o se gritan el último amoroso insulto de despedida.
Me quedo aquí y pido otro café
El café del país donde nací me sabe más a café.
El  patriotismo, Incluso si es tardío y desorientado como el mío, no entiende de café.
El amor es de todo menos discreto, porque oculta y mal una necesidad de que los demás pasen y vean lo felices que somos.
El desamor es obsceno, un recordatorio de la muerte, un acto sexual entre dos momias que perdieron antes el deseo que la carne.
Afuera, la primavera le pinta a Buenos Aires esos colores que hacen que París, de a ratos, se muera de envidia.

El retorno a mi propio desconcierto del que hablaba Benedetti para definir la noción patria, empieza de un modo prometedor.
Esperemos que no cumpla demasiado.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Escandar

Aunque ponga cara de malote
en las fotos
el alma se le escapa
por las alas cortas del sombrero
para volar tan lejos
y tan cerca de los otros.

Ha abierto más cabezas
que botellines
con sus poemas de verso ancho
y su amistad es un contrato
sin otra letra pequeña que la que dice: "vuela. Y si te caes,
nos levantamos juntos, muchacho"

Es de escuchar mucho
y contar poco.
Por eso sus versos
le roban los sueños cuando sueña
y cuando se emborrachan
te los cuentan.

Ya ha cruzado la alambrada de los 30
pero sigue teniendo
esa pinta de chiquillo
al que no sabías si pedirle el DNI
para entrar al Bukowski
o seguirle la pista
porque en cualquier momento
iba a encender una utopía
para hacerla posible.

A veces
me ejerce de conciencia
sin lecciones ni moralejas.

Y tú dirás que bien pudiera yo
haberme buscado un grillo.
Pero se me ha puesto la voz
así de ronca
de tanto explicar que yo
no busco.
Encuentro

Y a mi hermano Escandar
lo encontré
hace más de 10 años
en un bar.

Y todavia seguimos abriendo a cabezazos la salida
que de a otro bar
llamado mundo
país
o municipio
en el que quepamos todos
para cambiar las medallas por abrazos
sacar a bailar a la muerte
meterle mano en la pista

y brindar
las veces que haga falta
con la vida.