Me había olvidado de que acá,cuando llueve, llueve. El cielo se vuelca enterito sobre el asfalto para cobrar con intereses tanto árbol salpicando verde por todo Buenos Aires, tanto rio que parece mar.
La primavera acalorada de ayer no se va, pero igual aprovecha para dormir la fiesta de anoche. Yo lo hubiera hecho, pero hay tanto por ver y escuchar, que dormir se me hace culpa, y de esas ya traje unas cuántas en las maletas/valijas.
Llueve Buenos Aires.
Cada ciudad llueve distinta.
No creas lo que dicen los documentales. Ya bastante hicieron al convencernos de que todos los soles que vemos es cualquier lugar del mundo son el mismo sol.
Sabemos que no, pero fingimos creerles, no sea cosa que a la policía metafísica le dé por revisar nuestra ficha y nos metamos en líos.
De la luna, prefiero no hablar, que ella y yo tenemos un pacto de silencio y gritos que a nadie le interesa.
Pero la lluvia, no.
La lluvia llueve diferente en Madrid, donde no la esperamos casi nunca y la ciudad se convierte en un intrincado laberinto de paraguas asesinos blandidos por viejas que buscan desquitarse de la vida sacándole un ojo al primer poeta despistado que se cruce en su camino.
En París, se deja caer regularmente, como una amante puntual y cumplidora, rara vez torrencial, quizás porque de tanto de llover, apuesta por la eternidad de las gotas contra los techos de cristal de esas buhardillas que siempre vi las películas y creí que no existían. Ahora sé que existen pero no sé si alguna vez podré comprarme una. En todo caso da igual. Lo único bueno de no tener casa propia es que todas las casas son tu casa si se trata de imaginar como la lluvia las gasta con caricias.
En Barcelona, cuando llueve todo se acelera,salvo los turistas, que ya venían acelerados de casa y corren sobre seco y sobre mojado, como si en un descuido alguien pudiera terminar de construir la Sagrada Familia y ellos se lo perdieran para la foto.
En Génova, al menos cuando yo he estado, llueve sin ganas. Nunca supe si por delicadeza por parte de la lluvia, o porque se ha cansado de llover durante siglos sin poder derrotar nunca la belleza de la piedra.
En Penmarch, Bretaña, cuando llueve no sabes dónde empieza y dónde termina el mar.
En Cayenne llueve por decreto, y probablemente por decisión de la Unión Europea, y en medio de la foresta más tupida, cuando sale el sol, brillan las pepitas de oro que ningún buscador ha de encontrar.
En Neuquén, en mi infancia, seguro que llovía, pero yo sólo me acuerdo del viento.
En Ceuta, la lluvia hacía del mar el teclado de una eterna canción de jazz africano.
En Frankfurt llovió ordenadamente y como estaba previsto.
No recuerdo como llueve en el DF. En realidad no recuerdo casi nada, solo el azul de la casa de Frida.
En Buenos Aires, después de tanto tiempo, vengo a recordar la incongruencia feliz de una lluvia tropical dónde empieza o acaba el mundo, en todo caso, lejos del ombligo.
Las calles se lavan y brillan.
La noche en mitad del día.
Las luces de los coches con su coreografía.
Los ventanales de todos los cafés se vuelven cines en sesión continua, pero hasta llegar aquí tuviste que pagar el precio de empaparte y compartir precarios refugios bajo aleros insuficientes con gente que comenta escandalizada la barbaridad de esta lluvia como si no hubiera llovido nunca.
Como si no pasara tan seguido y tan fugazmente que, horas después parece que aquí no hubiera llovido nada.
Y ha llovido mucho.
Demasiado.
Y lo que queda por llover.
martes, 29 de noviembre de 2016
BUENOS AIRES/ Día 5
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