(un relato de la Segunda Edición ampliada de "Yo también puedo escribir una jodida historia de amor" (Ediciones Escalera, 2012)
Cara de nada
Sotanovsky perdió la cara una mañana de viento, pero estaba tan ocupado que sólo se dio cuenta al día siguiente, cuando intentó en vano afeitarse frente al espejo.
La buscó en la calle, en su trabajo, y en la oficina de Objetos Perdidos.
No tuvo suerte. Ninguna de las caras archivadas por orden alfabético se parecía a la que había perdido.
Y como estaba tan ocupado, lo fue dejando estar.
Aquello tenía sus ventajas. Podía reírse de la gente sin que nadie lo advirtiera, y disfrutó bastante bostezando mientras su jefe le hablaba. Ya no tenía que fingir que se le había caído un bolígrafo al suelo para atisbar bajo las faldas de sus compañeras de trabajo, y en el metro se ahorraba la incomodidad de mirar hacia otro lado cuando conseguía un asiento y había ancianas de pie.
No podía hablar. No como antes. Pero pronto cayó en la cuenta de que tampoco era una gran pérdida: la mayoría de la gente no escuchaba, en realidad.
Y pese a que había perdido la cara, Sotanovsky comenzó a ser feliz, de un modo inédito. Sus hijos aceptaron el cambio con facilidad, y se acabaron las peleas por dilucidar cuál de los dos se parecía más al padre.
Su mujer se enamoró de él otra vez, con pasión renovada, y en la intimidad del dormitorio lo inventaba cada noche como un amante distinto, a base de bigotes, gafas, narices postizas y pestañas rizadas. No es que pareciera muy sensual, pero se reían bastante, más que nunca antes.
Sotanovsky cobró confianza, se atrevió a lo que antes sólo soñaba, y una tarde, con su expresión más soñadora, volvió a su barrio de adolescencia y le habló de su amor imposible a su amor imposible.
Ella no dijo nada y lo besó, calculando dónde estaría la boca y casi acierta.
Se dedicó a la política, y la adaptabilidad de sus facciones lo convirtió en el candidato ideal. Arrasó en las elecciones, aunque la oposición aseguraba que sus carteles electorales denotaban cierta falta de personalidad.
Dictó leyes justas y aceptó pocos sobornos.
Su lema para la segunda victoria fue «Al mal tiempo, ninguna cara», y en un arranque de soberbia ordenó que las monedas del país, a partir de ese momento, cayeran siempre en cruz cuando se las arrojaba al aire.
Un día, al bajar del avión presidencial tras una gira mundial, sintió el golpe de viento, la alarma de sus guardaespaldas, y lo supo.
Ordenó disparar.
Demasiado tarde.
La cara planeó como una hoja, esquivando las balas, y se pegó a su cara.
No hubo manera de despegarla.
Se desmayó.
Al despertar, un policía le preguntaba enfurecido qué había hecho con el presidente y lo trató de impostor. Su mujer tampoco lo reconoció, y su amante amenazó con denunciarlo si volvía a molestarla.
Perdió el poder y la familia.
En su viejo empleo no lo admitieron, y se dedicó a caminar por las calles de la ciudad como un vagabundo, de cara al viento.
En su lápida escribieron: «Aquí yace un hombre que no supo plantarle cara a la vida», y ante su tumba sólo se detienen los ciegos que se pierden en el cementerio, persiguiendo la estela de los gatos que aprovechan el sol.
1 comentario:
Desde que una muy buena amiga me regaló tu libro por mi cumpleaños me lo he leído incontables veces. Geniales todos y cada uno de los relatos. Después de leerlos, se duerme (y se escribe) mejor.
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