Víctor Vázquez
Veintisiete kilogramos de bañadores y libros. Hay que aprovechar la luz más blanca de los soles de estas tierras para leer lo que en Madrid me llevaría al abismo del viaducto, y regenerarme en un vuelo que el Ayuntamiento nos ha vedado con mamparas. No lo hubiera imaginado Valle-Inclán cuando escribió Luces de Bohemia.
Qué decir que la lectura ha suplido el no haberme encontrado ni a Gauguin, ni a Stevenson. He empezado por La felicidad y el suicidio, de Luis Antonio de Villena; un libro que me ha dejado Paco Serrano, francés de Córdoba y pintor maldito, para que le consiga una dedicatoria del poeta. Y continuado el precipicio literario con Cioran, un gran teórico del suicidio que, sin embargo, murió en vida: senil y pobre en su pequeñísimo estudio parisino, cerca de Odéon, sin que me diera tiempo a visitarlo. Se movía entre lo epicúreo y lo estoico; pero mejor que matarse, él hubiera preferido no haber nacido: el "¿Por qué el ser y no más bien la nada?", de Heidegger, antes que el "ser o no ser" hamletiano. Pero vamos a cambiar de tema, no me vayan a entrar tentaciones de subirme a la palmera para romperme la crisma como Keith Richards.
Se ha venido conmigo, también, La resistencia, de Sábato, a menos de un lustro para ser centenario y con una lucidez envidiable sobre el mal uso tecnológico y la globalización. Otro que siempre me acompaña es Umbral: empezando por su lejana Travesía de Madrid, donde aparece la niña Lilí; la que posteriormente llamará Envidita, del arroyo Abroñigal, en Trilogía de Madrid. ¡Todo es Madrid, bendito Madrid! La continuación es su Carta abierta a una chica progre. ¡Qué pena que Paco no estuviera ya para trotes cuando le iba a llevar a su pontificado a una ex novicia metida a condesa maldita, a Tisífone baudelairiana! Y, por fin, de tercero: Los metales nocturnos, del que copio una frase mientras se montan partidas de neonazis y anti-fascistas para meterse candela después de leerse -en el mejor de los casos- unos libros mal leídos: "La literatura está vacía y la calle es de los neonazis, y de los ministros y sus putas". Umbral se mete en el papel recordando cuando a él le perseguían para darle una paliza, provocando breves cuernos a Pedro J. por irse al ABC verdadero -Anson- que consideraba, erróneamente, un escudo tras el que protegerse. Barbarie, depresiones... El vuelco lo doy con Selva varia, del litúrgico Pablo García Baena; un libro que es un relicario barroco y lírico. Pablo es místico hasta para elegir la calle donde vive, con nombre de obispo.
Ya termina mi estancia en las Américas y decido que el último libro sea Camino de ida, de Carlos Salem, una novela que empieza con paso corto hasta convertirse en la mejor que he leído este año, con unas cien páginas finales que muerden de vivas entre pura avena surrealista. Fetichismo, Gardel, ese tango que siempre es evasión. Un argumento en fuga lleno de sorpresas, con el ritmo exacto y desbordante de imaginación -que no fantasía-. Suena el piano y me bebo un Fernet con tónica. Se acaba lo bueno.
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