martes, 15 de enero de 2008

Qué extraño, amor

Un cigarrillo, sí, por favor, y gracias por decir que desnuda y fumando parezco más sexy. Gracias por el cumplido de ahora y por el polvo de hace un rato. No estés nervioso, por favor, fui yo quien te invitó a mi piso, por primera vez en dos meses, mientras que tú querìas hablar de algo que te incomoda. Sé que ANTES o en lugar de follar querías hablar, sé que si no me desnudo en el centro del salón, no hubieras tomado la iniciativa, y sé por qué. Siempre supe, antes de saber, mi madre decía que era una niña rara. Sí, cúbrete, si tienes frío. Qué extraño, amor, que nos miremos como extraños entre el humo, cuando hace cinco minutos, antes de que fueras hacia el baño y te espiara caminar desnudo, pendiente la espalda de mi evaluación, antes nos reconocimos con voracidad mordida de promesas. No me mires así, por favor, ya sé que soy rara, me miras como me miraba mamá, antes de sacudir la cabeza y murmurar que la culpa era de mi padre por haberme llamado Manuela. Manuela era mi abuela, y la abuela de su abuela, y la abuela de la abuela de su abuela, la primera Manuela, la que inauguró la leyenda, allá en Galicia. Decían que era bruja, qué extraño, amor, que sólo se conservaran los rumores de su pasión por la ciencia sin libros, y no su verdadera magia, la de ser capaz de amar hasta la muerte. La suya y la del amado. Todo eso me lo contó papá, mi madre no hablaba de las Manuelas, y a mí me llamaba la niña, para no convocar sus miedos con el nombre que creía maldito. La primera Manuela amó a un marinero, ya sabes, la historia de siempre. El marinero era sueco, noruego o de algún país helado. Y prendado de Manuela dejó el barco y las olas, se hizo labrador. La historia cuenta que era alto y silencioso, con el cuello siempre doblado, porque aunque estuviera lejos de la costa, su cabeza siempre buscaba el mar. Y al mar se fue, enrolado en secreto en un carguero que iba lejos. Qué extraño, amor. Aunque algunas viejas del pueblo me narraban la historia con lujo de detalles, del barco en que se marchó el rubio aquél, sólo se sabe que iba lejos. Nunca adónde iba. Sólo lejos. Manuela enloqueció, había desafiado su familia para marchar con él al campo y enterrarse entre árboles, hierbas y animales sombríos. Y él se había ido. Sí, me gusta esa caricia, pero me gustaría más si no la percibiera como una prisa por desviarme de la historia, por olvidar en humedades lo que te ha dejado la boca seca, qué extraño, amor, si has sido tú el que preguntó y sólo quiero responderte. No, no dejes de hacerlo. Manuela, te decía, la primera Manuela, dicen que enloqueció, que hablaba con las plantas y dormía con las bestias. Que parió sóla en el bosque. Ya sabes que en Galicia, lo de las meigas siempre estuvo presente. Comenzó a recibir visitas de lugareños que le pedían consejo o remedio, y ella les daba hierbas y consuelo. ¿Hay algo de malo en eso? Nada. Pero cuando volvió uno, que era del pueblo y se había embarcado con el sueco, y habló de cómo una tormenta los persiguió durante semanas, y de cómo, en una mañana despejada cayó un rayo, suspendido en el aire durante un momento, como eligiendo dónde dar, y dio en el sueco; cuando se difundió todo eso, comenzaron a mirar a Manuela de un modo extraño. ¿Queda agua? Ya, pero no quieres ir a buscarla. Qué extraño, amor, estas semanas desde que nos conocimos, todo el tiempo de la seducción en círculos, no has dudado en adivinar cada deseo mío, para cumplirlo antes de que lo formulara. Pero esta noche, que te he abierto mi casa y mi cuerpo, te noto lejano, inquieto. De otra Manuela, nieta de la primera y heredera del cabello y los ojos del sueco, como yo, me llegó también la herencia de la risa. Dicen que reía como nadie, descalza, feliz, que adoraba correr por el campo y que todos suspiraban aliviados al ver que la maldición no había pasado por los ríos de la sangre de la abuela a la nieta, pese a la audacia de ponerle el mismo nombre. Se hizo moza y todos los jóvenes del pueblo la rondaban, pero ella parecía esperar algo que vendría de fuera. Y vino, claro. Un señorito, como en las novelas. Dicen que por las noches corrían por el monte, desnudos como animales. Se los veía tan enamorados que todos pensaban que la diferencia social no importaría. Además, era un secreto a voces que ella estaba embarazada. Pero el padre del muchacho llegó desde Madrid, amenazó con desheredarlo y él se rindió. Manuela huyó al bosque, no sé si al mismo lugar en que lloró su abuela, pero dicen que como ella, la vieron hablar con animales y correr con la sombra de los lobos en las noches de luna. Y cuando los lobos aullaban, en el pueblo decían que era el llanto de Manuela. Empezaron a morir vacas. No todas las vacas, sólo las del pazo del amante cobarde. Y él cayó en una extraña debilidad que lo hacía sudar aún en invierno. Los médicos de Madrid fueron impotentes para identificar su mal. Y murió deshidratado, en el pueblo, porque pidió volver. Dicen que lo llevaron en parihuelas por todo el bosque, llamando a Manuela, y que no la hallaron, aunque juraban que desde la espesura, sombras inquietas vigilaban. Sí, un dedo, así, despacio. Manuela emigró a Venezuela, para huir de esos rumores y para alejarse del bosque. Pero su nieta, la tercera Manuela, la que nació tan lejos de Galicia, no pudo eludir su legado. Creció bella y fulgurante, bajo un sol diferente. Pero la luna era la misma, como la sangre enamorada que se le despertó torrente, cómo no, cuando a la ciudad llegó un forastero. Había sido artista de circo, pero un matrimonio provechoso y unas fiebres oportunas lo habían dejado en posesión de una fortuna considerable, y a una edad en la que podía escoger entre cualquier mujer del lugar. Y escogió a Manuela. Y amó a Manuela. Y la dejó cuando tuvo a la vista otro matrimonio adinerado y de frágil salud con una heredera de la zona. Manuela, lo adivinas, huyó al bosque, tropical pero bosque, sin la sospecha posible de sombras y lobos, pero ¿Qué eran entonces esas presencias fugaces que juraban haber visto desaparecer los pocos que se atrevían a ir en su busca para curar el amor o la pena, la fiebre o el mal de ojo? La boda fue sonada. Para homenajear al novio, el suegro hizo tender un cable entre dos altos postes. Aplaudieron alentando al antiguo artista del equilibrio, para que recordara sus habilidades ante los invitados. Y él accedió. Sólo que en mitad del recorrido, a varios metros del suelo, se detuvo, paralizando de miedo. Y no hubo manera de hacerlo avanzar. Pasaron las horas ,llegó la noche y él seguía helado en mitad del alambre, tieso y en un equilibrio imposible. Cuando la luna llena asomó tras los altos árboles, dicen que sonó un aullido desconocido en esas tierras, y el novio funambulista recuperó el movimiento y cayó a tierra. No volvió a levantarse. Sí, cuentos de vieja, eso mismo decía mi madre. Sí, así, un poco rápido, sólo un poco. Qué extraño ,amor, ahora mismo, pese a la penumbra, distingo en tu cara el mismo color gris que tenía la cara de mi madre. Desde que yo era niña, nunca quiso volver a Galicia, y cuándo se le iba la mano con el anís, maldecía a su madre por haber vuelto a España, y maldecía a mi padre por haberme puesto ese nombre. Sólo después de su muerte pude volver a Galicia. En cada viaje que hice, encontraba un nuevo fragmento de la leyenda. Eso y la fascinación por el bosque bajo la luna, el cariño de los perros, el viento al correr descalza, desnuda, y segura de que un día cualquiera encontraría un amor tan grande como el de ellas, un forastero, como tú, ¿hay alguien más forastero que un piloto de avión?, alguien a quién amar hasta la muerte, alguien que entienda que después de tanto silencio, cuando me lanzo a hablar no puedo parar, y a tu pregunta de hace un rato, cuando volviste del baño, te diré que sí, qué extraño, amor, lo preguntaste cómo si rogaras estar equivocado, pero acertabas: lo que viste entre las sombras del salón no es un perro, sino un lobo. Y ahora cuéntame eso tan importante que querías decirme, pero no dejes de tocarme, aunque te tiemblen las manos. Qué noche más bella, ¿habías notado que hay luna llena?

4 comentarios:

Marta Noviembre dijo...

Me ha sonado a Cien años de soledad a la gallega. Precioso, Sr. Salem, he sentido la llamada, porque soy gallega y siempre fui un poco meiga, aunque no me llame Manuela (pero mi padre se llamaba Manuel).

Gloria dijo...

esto sólo lo podías haber escrito tú, Carlos

Nicolás dijo...

Carlos, simplemente maravilloso, he estado dos veces por el buko... de la mano de henry, y hoy me encuentro este blog y este maravilloso relato...

que decir cuando las palabras se quedan mudas.

Anónimo dijo...

Es muy bonito, cómo jugueteas con la vida y las palabras cargándolas de humor y encanto....