Convertir a los escritores en personas
CARLOS SALEM
El ojo de Daniel Mordzinski es una araña perezosa y risueña pero certera como pocas.
Y en lugar de cazar moscas, libera pájaros enjaulados que llevamos dentro, convencidos de que son invisibles.
Pero no para él.
Cuando entra en un hotel o un restaurante, da igual que sea en Gijón, Madrid, París o Buenos aires, los camareros lo saludan como si desayunara allí cada mañana, aunque lleven meses o años sin verlo. Bromea sin atropellar, se ríe más de sì mismo que de los otros, y lo que menos te imaginas es que sea un fotógrafo de fama mundial y merecida, porque casi no habla de fotos ni objetivos, y ahora que lo pienso, sólo lo he visto con la cámara al hombro cuando está trabajando. El resto del tiempo escucha y celebra los pequeños o grandes logros de sus amigos escritores, él, que nos lees desde lejos hasta lo que creemos haber borrado.
Cuando está con amigos, es decir casi siempre, parece un pibe a punto de hacer una travesura no demasiado grave. Y más si uno de esos amigos es su compinche, ese otro niño, de casi dos metros de estatura, José Manuel Fajardo.
Entonces sabes que algo va a ocurrir.
Digamos que es 2009 y el Salón del Libro Latinoamericano de Gijón.
Cafetería y croisant.
Para entonces, tú, el novato, ya sabes que este tipo medio pelirrojo es una leyenda que sonríe, y que la mayoría de las caras de esos autores que te acomplejaron y alentaron a intentarlo, las conociste a través de su mirada. Pero él, como si nada, y te pregunta con genuino interés por tu primera novela, mientras por ahí desayuna gente como Paco Ignacio Taibo II, Luis Sepulveda, Juan Bas, monstruos sagrados que también desayunan.
A todos los ha fotografiado encontrando el ángulo escondido, la cara menos tópica, mostrando el alma si es que tal cosa existe. Pero exista o no, Daniel la capta y la pinta. Y pronto, mientras termina el segundo café, te pregunta, como si no tuviera importancia: “Carlitos, ¿me dejás que te haga una fotito?”. Ahí, el novato, que lo será en esto de publicar pero no tanto en lo de vivir, se da cuenta de que desde hace un buen rato, mirando sin mirar, Mordzinski está cazando lo que hay detrás de la máscara, debajo del pañuelo.
Y dices que sí, claro.
Es como si Maradona, cuando era Maradona, te invita a jugar en su equipo.
Y subes a la habitación acompañado de otro compinche, Alfonso Mateo Sagasta, y te quitas la camiseta negra y el gesto fiero, y dejas que Sagasta te pinte un ancla en el pecho y Dani se sube a una silla, y en lugar desplegar luces y más luces, usa la que le presta el cielo asturiano, extrañamente despejado porque Mordzinski tiene enchufe con la nubes.
Y él te deja poner cara de motero malo, ir por dónde sueles ir, novato también en esto de que te saquen fotos y se publiquen. Y cuando estás confiado, sin que lo notes, te pide que mires para abajo, gastada la rabia artificial con que te defiendes de ese mundo en el que siempre quisiste estar y de cerca, acojona.
Y bajas la mirada.
Y él dispara.
Y novato como autor pero viejo como persona, ya sabes que el jodido cazador de pájaros para soltarlos, ha captado lo que siempre ocultas y lo ha fijado para siempre en su ojo de araña generosa y risueña.
Un par de días después, cuando la foto sale en el periódico con un comentario lírico de Fajardo, tus colegas recientes y respetados te felicitan porque ya “existes”, ya formas parte de la galería de Daniel Mordzinski, ese amistoso zoo de jaulas abiertas y animales raros que escriben la vida como otra forma de vivirla.
Ese zoo acaba de ser saqueado por la estupidez, el arma de destrucción masiva del siglo que nos pisa los talones.
Borges está más ciego que nunca.
Cortázar se siente más pequeño.
Miles y miles de pájaros que han vuelto tras las rejas porque alguien no preguntó o no se paró un momento a abrir el archivador, sacar un negativo y ver la vida como la ve Dani, como algo más que una etiqueta o unos miles o millones de ejemplares vendidos en tantos o cuantos idiomas.
No dudo que después de la trompada de la necedad, Mordzinski se levantará de la lona y volverá a la carga, porque desde que era apenas un pibe supo que su destino era mirar y ver, para convertir a los escritores en personas.
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