Del libro "Yo lloré con Terminator 2- (Relatos de Cerveza-Ficción)
Estoy harto de majaras. Hay muchos tíos, esta noche en el bar. Lo sé porque las miradas que vuelan hacia Lola cuando va de mesa en mesa, repartiendo vasos y poniendo orden, se cruzan en el aire, chocan, rebotan y vuelven a rebotar hasta que llegan a su cuerpo o su pelo.
Me gusta el pelo de Lola.
Todo de Lola.
Salvo que sea ella, y que yo sea yo.
Llevamos tiempo midiéndonos como navajeros al acecho, girando, apuntándonos con los sexos y los ojos. Pero no atacamos. En parte, porque a fuerza de pasar noches en su bar hasta que cierra, nos hemos hecho amigos. Y en parte porque los dos sabemos que no vale la pena, que yo no valgo la pena. Por eso seguimos girando hasta que una noche, puede que sea esta, al cerrar echemos a la calle al flautista loco y nos toquemos con rabia de amor, nos destrocemos las ropas y lo hagamos sobre la barra que hemos compartido tantas madrugadas, cada uno de su lado de la frontera del alcohol.
Hoy estoy denso. Joder. No debí aceptar esas malditas pastillas que me pasó el Harly. Yo nunca tomo pastillas. Me basta con el alcohol. Pero las habré tomado para cambiar algo, me gustaría que algo cambie. Nunca me ocurre nada.
Entra esa muchacha y parece un ángel, un humo dulce, cierto sabor a fresas recién cortadas, perfume de algo bueno que no consigo nombrar. Todos callan en el bar. Salvo El Flautista, que por primera vez desde que lo conozco, rompe a tocar en el escenario, sin marcharse al baño donde siempre se inspira.
La belleza volátil se acerca flotando.
Y se sienta a mi lado.
Joder.
Ya empezamos.
—Acabo de escapar del cielo —dice.
Lola ha vuelto y en sus ojos no hay reproches por la proximidad femenina. No debería haberla, pero a menudo, cuando me ve hablando con alguna, no puede evitar que sus ojos rajen la penumbra del bar y quemen a la chica en cuestión.
Nunca hablamos de eso. Nunca nos tocamos. Sólo una vez.
La mano.
Y siempre estamos, Lola y yo, al borde del amor o del desastre. Ejecutamos con vergüenza los ritos de la propiedad, sin decidirnos a tenernos para poder perdernos de una vez. Puede que Lola también esté majara.
Pero ahora, con el ángel rubio sentado a mi lado, Lola está tan sorprendida como los demás de su sola existencia, y se limita a servirle el ron con cola que ella pide con esa voz que te anuda la garganta y te recuerda tristezas de la niñez.
—Acabo de escapar del cielo —repite.
—Cada día es más fácil —respondo por decir algo.
—No creas. Parece que no hay rejas, pero hay.
—El cielo es un club privado —digo. Hoy no estoy fino.
—No digas gilipolleces —corta ella y se arrepiente de inmediato—. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón.
—Estás perdonada, hija —digo con voz de cura mientras busco cerillas en mi cazadora. Toca decidir—. Estás perdonada. Ve con Dios.
—Ni de coña —dice el ángel—. Yo no vuelvo ni muerta.
Tiro las cerillas sobre la mesa y las cuento despacio.
Son seis.
Un sí.
Un seis es un sí, joder.
—Mírame —ordena el ángel—. Acabo de escapar del cielo.
La miro. Duele pero la miro.
Viste algo blanco, tenue, con pliegues y ligero, que deja al descubierto mucha piel blanca, hombros bonitos y unas piernas memorables. Pero es un jodido ángel y las curvas no tienen el mismo significado. Ni siquiera las tetas. Buenas tetas celestiales. Creo que si las tocara, me echaría a llorar. El vestido vaporoso ondea en la espalda, como si tuviera un par de alas plegadas.
—¿Cómo empezó? —pregunto.
—En el principio fue la palabra.
—Ya. ¿Y luego?
—Luego la luz. ¿O fue al revés?
—Hay palabras luminosas —digo.
—Eso es cierto. Pero después se fue complicando: te llegan noticias, todo el mundo sabe algo pero nadie lo admite. Y lo peor era lo del primo. Quiero decir que si no hubieran prohibido hablar del primo, no me hubiera interesado. El Viejo Guardián cree que la ignorancia es plenitud, pero eso es porque él lo sabe todo.
—Así cualquiera.
—Claro. Y el frío. ¿Sabes el frío que hace allí? Vas todo el tiempo con la piel erizada y los pezones tiesos, por el frío. Pero en lugar de poner calefacción, se limitan a censurarte. ¿Tengo yo la culpa de que los pezones se me pongan duros por el frío?
Lo dice enfadada y pienso que aquí no hace frío. Sin embargo, sus pezones empujan la tela de niebla del vestido como dedos acusadores.
—Desde luego que no —digo.
Lola mira ahora con aire ofendido, pero se ha retirado al otro extremo de la barra y coquetea con un guaperas.
Mierda.
Pero las cerillas han dicho sí. Estoy harto de majaras, de verdad.
El ángel rubio sacude la melena, apura el trago y sin preguntar se apodera de mi bourbon y también se lo acaba. Acerca la cabeza para hablar:
—Además, estaba toda aquella estupidez de que no tenemos sexo. ¿A ti te parece que yo no tengo sexo?
—Joder, es que se pasan...
—Y tanto. Toca. Toca.
Me agarra la mano y su tacto quema y hiela al mismo tiempo. La lleva hasta su pubis y separa las piernas. Me hace tocar. No lleva nada debajo de esa bruma de vestido. Levanto los ojos y veo los suyos, pero los veo borrosos, porque las lágrimas me nublan la vista. Lo que toco abajo late, habla, calienta y parece vivo. Retiro la mano. Malditas pastillas y maldito Harly. Lola no ha visto nada porque finge ignorarme y debo llamarla tres veces para que se digne a venir y llenar nuestros vasos. Me mira como si fuera transparente.
—¿Ves? —dice el ángel rubio—Estaba lo del primo, el Caído, y todo ese misterio. Y la manía de decir que no teníamos sexo. Un día me toqué. Y sentí cosas. El Viejo Guardián se enfadó y montó un número y nos prohibió bajar, asomarnos y hasta ver la tele. Pero ya era tarde, porque descubrí que tenía sexo y que si eso era mentira, todo lo demás también lo sería. Mierda. Esto es fuerte. ¿Qué es, bourbon? Se te sube a la cabeza. Si tuviéramos algo así, el cielo sería más tolerable. Aquello es como una prisión.
—Tengo un amigo que dice que el cielo debe estar en otra parte —comento.
—Tu amigo sí que sabe.
—Está loco.
—Puede, pero sabe —dice ella.
Falta poco para cerrar, veo el movimiento errático de los ocupantes de las mesas, los amagos de pagar que cada uno ejecuta sin ganas. El guaperas sonríe confiado porque Lola lo ha tocado. Lo toca mucho mientras habla con él. Hiervo por dentro pero no puedo hacer nada: tengo una misión y unas cerillas que mandan.
—¿Me vas a llevar? —pregunta el ángel rubio.
—¿Adónde?
—Al infierno, ¿dónde sino? Quiero conocer al primo, aprender todo lo que me han ocultado tanto tiempo.
—Ángel —le digo acariciando su pelo y no es para fastidiar a Lola. Me provoca una ternura tremenda el pelo del ángel rubio—. No te fíes. El primo, como tú le llamas, también ha de ser un mentiroso. Son sedes de la misma empresa. Puede que tengan otro cartel, pero la caja registradora es la misma.
—Sabía que no me equivocaba contigo. Tú sabes —dice—. ¿Vamos?
Le pido la cuenta a Lola y aunque tengo poco dinero, pago al contado. No me puedo permitir la humillación de pedirle que me lo apunte, hoy no, cuando me mira así, desde tan lejos.
El ángel me toma de la mano y salimos. Acabo de advertir que está descalza. Subimos a mi coche y recuerdo que nunca arranca por las noches, que hay que empujarlo. Pero sin pensarlo le doy a la llave y el motor se pone en marcha.
Miro al ángel y me sonríe como un ángel.
Damos unas vueltas por la ciudad. Me detengo en esquinas oscuras, en las que yonquis agonizan o se entrenan para la muerte. La llevo por carreteras a cuyos bordes travestís envejecidos por la noche aguardan a clientes que fingen no saber. La llevo hasta el río. Bajamos del coche y andamos hasta el recodo en el que se refugian los fracasados y los vagabundos. El puente, a medio pintar con el paisaje feliz que dibujó en sus laterales El Artista, no alcanza para negar la desolación. El paisaje inacabado, en realidad, ratifica la miseria del entorno. Me pregunto si cuando se tiró desde el puente, El Artista lo hizo desde la parte que había pintado con imágenes de esperanza o desde la que sólo era gris.
Pero el ángel parece esperar algo. Está impaciente.
—Aquí está el infierno— digo.
—No me jodas, Poe —dice ella un poco mareada—. ¿No te he dicho que allí tenemos televisión? Esto es lo que es, lo que vosotros queréis que sea. Los más cobardes le echan la culpa a Dios o se hacen los resignados. Y la mayoría, como tú, se limita a encogerse de hombros o escribir sobre el asunto.
Estoy a punto de preguntarle cómo conoce mi apodo, el nombre por el que todos me llaman desde que perdí mi nombre. Pero lo habrá oído esta noche, entre copa y copa. Acaso lo mencionó Lola y no quiero pensar en Lola.
Nos alejamos de los vagabundos y al subir hacia el coche siento rabia al verla flotar sobre ese proyecto de vertedero humano. La atrapo por detrás y la abrazo. Toco sus pechos y no me importa que mis manos se quemen. Se revuelve, pero para restregarse contra mí, respira rápido. Meto las manos bajo su ropa de niebla, toco la piel de seda, el sexo celestial está mojado y es un sexo más, es sólo un sexo más, me digo. La empujo hacia la hierba y su ropa se abre, como unas alas, enmarcando su cuerpo de ángel con sexo. Respira y me mira. Bajo mi pantalón pero dudo. Estira la mano y toca mi sexo, que se pone tenso como un resorte. Está boca arriba, con los pechos apuntando al cielo, la piel acelerada, las piernas abiertas.
Dudo.
Comienza a cantar algo es voz baja y vuelve esa furia. Me arrojo sobre ella, quisiera taparle la boca con la polla para hacerla callar, pero tendría que mirarle los ojos y sus ojos también cantan. Busco la entrada húmeda y caliente y empujo con fuerza, sin pensar. No entra y empujo más, hasta que entra un poco. Me retiro hasta casi salir y me dejo caer, con todo el peso de mi cuerpo, dentro. Duele. Algo se rompe, ella grita pero me aprieta con sus brazos y con esa ropa que parece alas. Me muevo y ella comienza a moverse, aprendiendo un ritmo, siguiendo una canción que no ha dejado de cantar pero que ahora no me inhibe, me empuja a empujar más y más. El gesto de dolor se une al del placer y ella acelera, grita, se corre y vuelve a empezar. Yo debería terminar, pero no termino ni me detengo, esto es eterno, esto es la eternidad desatada. Y ella, sin dejar de moverse, llora, sonríe y dice gracias. Vuelve a correrse y yo, no entiendo cómo, sigo empujando. El tiempo gira mientras empujo. Gira detenido.
Es demasiado. Salgo, estoy llorando y salgo. La levanto con rudeza y la pongo a cuatro patas, con la ropa de alas caída a los costados. No le veo la cara y así es mejor. La aferro por las caderas y entro. Lo hago con una ferocidad que nunca he tenido, como nunca tuve este llanto de felicidad desgraciada de la que escapo metiéndome en ella. Y el ángel grita, gime, empuja su cuerpo contra mí, se corre una y otra vez durante horas. No es metafórico. Ha pasado mucho tiempo, lo sé porque el cielo comienza a aclararse en el horizonte, vestido de rojo oscuro. Cuando salimos del bar era poco más de la una, pienso sin dejar de empujar, deseando explotar de una vez, rogando que no acabe nunca. Los martes Lola cierra muy temprano y el ángel se mueve como una ola chocando contra una piedra y yo soy la piedra, me siento de piedra, invencible, duro como una piedra, hemos pasado una hora o menos dando vueltas, o sea las dos, uno, dos, tres, toma, ángel mío, deja de cantar y de correrte y de volver a trepar la montaña del deseo, que es imposible, que es imposible, casi amanece, serán las seis o casi y no es posible que llevemos cuatro horas follando como demonios, como ángeles, sin que yo muera en el esfuerzo o me corra de una vez para que todo acabe y muera también un poco.
Comienzan a pasar algunos coches, arriba, en la carretera, y puedo ver, abajo, cerca, la corte de vagabundos que nos mira. No se mueven, no se tocan ni se masturban mientras me ven follar durante horas a un ángel con cuerpo de mujer inolvidable que no deja de cantar mientras gime. Salgo y ella sigue abierta, se abre más, me busca con sus nalgas, las levanta, ¿por qué esta rabia, Poe, por qué esta manera de negar con el cuerpo semejante milagro? Lo dice ella, lo dice sin mirarme, sin dejar de moverse y de cantar, de recibir mis dedos en los orificios de su intimidad, sin dejar de llamarme con el cuerpo y buscar el contacto con mi sexo que nunca ha sido tan fuerte. Lo dice con la manera de sacudir la melena rubia, la cara contra el polvo de este solar inmundo, ahora veo que no había hierba, ahora lo recuerdo, he venido muchas veces con El Artista a ver el puente y no había hierba pero hace horas, cuando la tumbé y empecé a montarla, era hierba verde y fresca, la hierba que nunca vio El Artista y sólo ha florecido para este puto ángel rubio que acaba de escapar del cielo.
Malditas pastillas.
Maldito Harly.
—Estoy harto de majaras —digo en voz alta.
Y separo sus nalgas y busco el orificio pequeño, y empujo con todo el odio, todo el amor, toda la pena por El Artista que sí sufría y por eso se tiró del puente, no como la rubia angelita que disfruta y aprende cada milímetro de piel y sangre que le hundo. Odio a este ángel y se lo demuestro atacando sin piedad pero no deja de cantar y de quejarse y de reír hasta que en la penumbra sucia del alba canta un gallo y sigo empujando mi cuerpo contra el suyo, su cara contra el polvo, el cielo hacia el infierno y el gallo vuelve a cantar y siento que por fin algo puede cambiar, por eso uso todo mi peso, toda mi derrota de sexo invicto y si tengo que morir que sea matando en ella y el gallo canta por tercera vez y siento que algo se empieza a mover y que todo vuelve al orden y exploto dentro y sigo explotando mucho rato, como si se acumulara todo lo que no he podido brotar en esta noche interminable.
Me quedo así, dentro y tumbado sobre ella. Ya no canta. Los vagabundos se han ido. Me siento sucio, raro. No todas las noches le doy por el culo a un ángel.
—No ha estado mal —dice ella.
Me quito y se gira. Tiene la cara limpia, impecable. Y esa mirada dulce. Busca en mi cazadora y saca cigarrillos. Enciende dos y me alcanza el mío. Se tumba a mi lado y fumamos. No puedo moverme, por el cansancio acumulado.
—Qué pena se esté haciendo de día —dice ella expulsando el humo—, porque podríamos seguir.
—Yo no podría —digo agotado.
—¿No? —dice con picardía.
Estira la mano y toca mi sexo, ridículo e irritado, muerto. Se tensa como una vela, vuelve a estar listo. Yo también. No siento cansancio, sólo un deseo imposible de satisfacer.
Ella ríe.
—Lo siento, pero no queda tiempo, Poe. Otra vez será...
—¿Cuándo? ¿No bajarás al infierno, a conocer a tu primo?
Se pone de pie, su ropa se acomoda sin una arruga ni una mota de polvo. Me repito que no debí aceptar esas jodidas pastillas. A mí, para alucinar, me basta con el alcohol.
Ríe.
—¿Entonces —pregunto mientras caminamos hacia el coche—, no te has escapado del cielo?
Me besa en la frente. A la luz del día sigue siendo bella pero más terrenal, un poco vulgar diría. Y no por su apariencia. Su mirada especial parece ahora un poco extraviada, como la de los majaras que siempre se me acercan. Estoy harto de majaras. De verdad.
—Claro que me he escapado. Pero sólo por unas horas. Suelo hacerlo. El Viejo Guardián duerme como un tronco y no se entera. O finge que no se entera, mientras vuelva a tiempo. Pero hoy se me ha hecho tarde, joder.
Fuma con el cigarrillo colgando de la comisura de los labios. Pronto será de día. Me siento en el coche pero ella no entra. Da un rodeo y viene hasta mi ventanilla. Se estira.
—Me caerá una buena, por tu culpa —se toca detrás—. Y lo peor es que no podré sentarme en todo el día. Me has dado duro, cabrón. Pero ha merecido la pena.
Le pregunto si la llevo a algún sitio, dónde puedo encontrarla, cuál es su nombre.
Sonríe otra vez, angelical.
—Déjalo, Poe. Puede que volvamos a vernos. Ya te llamaré.
Pongo el coche en marcha y arranca otra vez. Esto sí que es un milagro. Se queda ahí, al centro del camino de tierra, recortada contra la claridad que nace. Me alejo un poco, desorientado, y para no pensar pongo la radio.
Y paro el coche.
El informativo repite la noticia del día: se busca a una joven perturbada que escapó durante la noche del psiquiátrico. Tiene unos veinte años, es rubia, de ojos celestes, facciones agradables. Huyó durante la noche, descalza y vestida sólo con una cortina que usó para descolgarse desde una ventana. No es peligrosa, pero se pide a la ciudadanía que si la ve, llame al número....
Apago la radio. Suspiro.
—Estoy harto de majaras. De verdad —digo.
Y miro por el retrovisor.
Entonces la veo subir, la ropa desplegada como unas alas de vapor.
Y sigue subiendo.
Hacia el cielo.
Como un ángel.
El coche no arranca y tengo que empujar.
Lo hago mientras me pregunto cómo conseguiré que Lola me perdone y qué hacer con esta maldita erección que no cede.
--------------------
Si no consigues el libro en tu librería, pídelo aquí y te lo mandan a caso sin gastos de envío y con otro libro de regalo
http://tienda.edicionesescalera.com/product/yo-llore-con-terminator-2
No hay comentarios:
Publicar un comentario