lunes, 19 de febrero de 2007

PA REYES

(Ya que el puto ordenador del puto ciber no me reconoce el archivo de El huevo izquierdo que iba a colgar y como Reyes dice tener mono, te dejo dejo aquí el primer capítulo (aun por corregir) de la novela en que estoy trabajando y que se llama El Huevo derecho del Talento.)
1
Ulises, un turista japonés



Todavía no sé cómo me metí en este lío. Pero sé por qué. Por los majaras. Estoy harto de los majaras. Hacía poco que había vuelto de Australia y supongo que en la primera ocasión me calcé mis viejos tics como el que se pone una camisa gastada pero cómoda. Pero no por eso deja de ser una camisa que apesta. Katrina se había marchado pero eso más que una pena era un alivio, porque podía hundirme a gusto y sin espectadores.
Volver de Australia fue la mitad de un error. La otra mitad había sido irme. Pensándolo bien, era la primera vez en años que hacía algo completo. Australia no estaba mal pero tampoco estaba bien. Un país grande como un mundo a medio hacer, lleno de majaras con los ojos grandes como platos o pequeños como heridas superficiales. Y en todos los ojos la misma mirada que buscaba el cielo abierto. En Australia, todos los que conocí no soportaban el encierro y se pasaban los días suspirando por los espacios libres. Y se amontonaban en las ciudades.
Además, en Australia no hay canguros, digan lo que digan. En todo el tiempo que estuve allí sólo ví dos canguros: Uno en el zoo al despertar de una borrachera y el otro en el bar que adopté como mi hogar a falta de unas raíces más sólidas que las de un taburete. Estaba embalsamado y era grande. Alguien me dijo que estaba prohibido tener canguros embalsamados, no sé quien. Pero aquél canguro que te miraba con sus ojos de vidrio era enorme y ahora que lo pienso igual era una imitación o algo así. Yo lo miraba y pensaba que parecía un oso y lo llamaba Yogui y siempre había alguien que se reía. A veces era una mujer. En ese bar conocí a Michael. Periodista y loco. No cuento lo de borracho porque casi siempre viene en la nómina. Yo estaba en ese bar, hablando con una muchacha coreana que había llegado hasta Australia detrás de un muchacho irlandés que acabó dejándola por un muchacho escocés. Suele pasar. Y creo que le recitaba un viejo poema porque estaba muy borracho y porque pensaba tirármela. Entonces Michael, que bebía en una mesa cerca de la barra repitió la frase que yo murmuraba al oído de la coreana (ahora que lo pienso, creo que estaba de pie sobre la barra y recitaba a voz en cuello. El whisky australiano tiene esas cosas).
-“¡Pájaros de amor pegados en los azulejos y en los cuerpos”!- gritó él-. Es imposible, pero creo que eres...
Y dijo el nombre que yo tenía antes de llamarme sólo Poe o maldito borracho. No me gusta que me llamen por ese nombre. Ya no es mío y acaso nunca lo fue, pero es lo único que me queda. El caso es que la coreana me miró con interés y además sentí un poco de vanidad al verme reconocido por un tío en un bar perdido en el culo del mundo y con un gran canguro embalsamado que parecía un oso lleno de polillas.
Además, me había reconocido por un poema y eso sí que era raro. Lo dejé hablar y entonces todo estuvo claro:Burlesky. El editor-golondrina que hace siglos, cuando aún creía que podía escribir, gané aquél pequeño premio y publiqué un libro de poemas, me prometió poner el mundo a mis pies y conseguirme un sitio en el Olimpo de las letras, junto a Borges y Conrad.
-Más alto no le puedo prometer, porque tengo una lista de espera y hay que respetar los turnos- me dijo Burlesky aquella noche y también fue en un bar pero que estaba a este lado del mundo y reducía su fauna residente a una cuadrilla de cucarachas flacas.
Pensé que sería un majara más, pero en ese tiempo yo necesitaba creer que servía para algo y escribir era una máscara como cualquier otra.
-Empezaremos por Canadá -me dijo Burlesky- para que lo descubran allí rodeado de una leyenda oscura. A los escritores de este país les falta drama y sin drama no hay gloria, amigo mío. ¿Dónde estaría el Kenedy Toole si no se hubiera suicidado? Haciéndose pajas.
-Ya. Pero estaría vivo. Es lo malo de la muerte: no te puedes ni hacer pajas.
-¿Y qué es la vida comparada con la fama? Estará muerto, sí, pero “La conjura de los necios” se convirtió en un símbolo y su madre se forró...
-Déjelo, Burlesky. Mi madre hace años que niega haberme parido.
El sacudió un poco la cabeza y buscó otro argumento. Por momentos me parecía que la cara se le volvía borrosa y debajo tenía otras caras, pero supongo que era por la cerveza:
-Siempre hay alguien que agradece cuando un artista muere y le dejas sus despojos...
-Todas mis vuidas heredaron en vida lo único que pude dejarles:un puñado de ceniza y la duda de si mereció la pena perder el tiempo conmigo.
-¿Ve? Usted tiene madera de maldito. Firme aquí y un día le harán estatuas.
Lo de las estatuas me importaba un carajo, pero pese a ser un majara, Burlesky tenía tanta fuerza que el aire se movía a su alrededor.
Y firmé.
Conseguido su fin se relajó y bebimos hasta que se hizo de día. Me contó que se había hecho editor-golondrina porque le daban pena los autores que estaban siempre al borde del abismo y nunca se atrevían a saltar. En realidad, dijo, él era el mejor editor de todos los tiempos, él era todos los editores en uno y el tiempo era sólo otra palabra de la que la gente tendía a abusar en las novelas de amor. Confidencialmente, Burlesky era escritor, el más grande de la historia después de Sotanovsky. Siempre hablaba de ese Sotanovsky como si fuera uno de los inmortales, aunque a mí no me sonaba de nada. A veces lo situaba como maestro de Tolstoi y otras lo convertía en contemporáneo de Dante.
-Nadie como él, excepto yo- repetía a cada rato.
-¿Y si usted es tan bueno, por qué no publica?- pregunté.
-¡Claro que publico! El Quijote, ¿le suena? Una cosita que hice para entretenerme. Pero sabía que funcionaría. Lo que pasa es que me dio tanta pena Miguelito, el lisiado, ahí en su celda, pobre hidalgo sin suerte ni tierras. Y se lo dí. ¿Usted cree que me lo agradeció? Una mierda. Incluso se negó a publicar la continuación y eso que me había salido mucho más aguda.
En la continuación de El Quijote de Burlesky, Sancho Panza adelgazaba y se metía a cura ambulante para poder tirarse a las mejores mozas de cada pueblo, Quijano no moría, se quedaba con Dulcinea, conseguía que lo nombraran caballero de la Mesa Redonda del Rey Arturo, y tenía un asunto escabroso con la reina Ginebra. Cuando se retiraba de sus aventuras, inventaba el ventilador, lo comercializaba con la marca “Gigantic” y se hacía inmensamente rico.
-No sé- dije-, igual Cervantes tenía razón. No creo que funcionara...
-Lo mismo me dijo Melville- imitó-: “¿Cómo voy a escribir sobre un tío que se vuelve loco persiguendo a una ballena blanca, qué hará con ella, comérsela cuando la cace?”. Y yo le expliqué que todo hombre tiene su ballena, su Santo Grial, su cometa perdido, su quimera. Sólo que en la mayoría de los casos en lugar de ballena, cuando la atrapan, descubren que es un chanquete. Pero como lo han tenido toda la vida delante de los ojos, ya sabe que visto tan de cerca, un chanquete parece una ballena.
No discutí. De toda esa palabrería, sólo me quedaba con lo del Grial, pero eso era porque al fin y al cabo se trataba de una copa y de eso sé bastante. Ya había firmado. Y por momentos creía que era cierto, que era el único editor, que era todos los editores del mundo en uno solo. Me contó lo que le costó hacerle entender a Gutemberg su idea de la imprenta de tipos móviles y de lo pesado que se ponía Homero cuando dictaba, siempre temiendo que se perdieran sus palabras.
-Yo le decía que se consolara, que si viviera en este tiempo lo más probable es que estuviera vendiendo cupones en una esquina, pero él dale que te pego con los matices y las precisiones. ¿Sabe cuanto quería que durase el viaje de retorno de Ulises a Itaca: ¡mes y medio! ¡De Troya a Itaca en 45 días! Ni que Ulises fuera un puto turista japonés. No hay epopeya que dure mes y medio.
Así estuvo durante toda la noche. De a ratos hablaba de mi lanzamiento internacional, o recitaba de memoria fragmentos de Sotanovsky. Mucho después, cuando me dio por buscar las huellas de ese autor, no hallé más que unos cuentos absurdos en los que era el protagonista y se lo comía su propio bolsillo o el despertador se fugaba con su amante. Al amanecer, cerré los ojos un momento y cuando volví a verlo ya no estaba. Antes de irme a mi casa recogí de la barra el libro que Burlesky había olvidado. Tenía más de cien años. Era un antiguo cantar de gesta, ilustrado con grabados. En uno de los grabados, que representaba a un poeta con la mirada perdida y la pluma a punto de mancillar el papel, aparecía Burlesky, diciéndoles algo al oído.
Perdí el libro de camino a casa.
Y tantos años después, no en Canadá sino en Australia, volví a tener noticias de sus andanzas. Michael me informó sobre mi leyenda negra, las versiones sobre mi muerte y del éxito que habían tenido mis tres libros de poemas. Yo sólo había publicado uno, pero no pregunté porque supuse que Burlesky me había mejorado en sus dos continuaciones. Lo de la muerte era otra cosa. Como en todo mito que se precie, Burlesky había hecho circular rumores contradictorios. Los más afianzados era que me había desangrado cuando una mujer me abandono después de cortarme el huevo izquierdo del talento. En la otra versión también me cortaban el huevo izquierdo per sobrevivía unos meses, para morir ahogado en una gran cuba de roble llena de bourbon que intentaba beberme. Al parecer, mi frase póstuma, antes de zanbullirme en el líquido dorado, había sido “¡A ver quién tiene más cojones!”.
Le dije a Michael que todo era un poco cierto y un poco mentira.
-Pero lo del huevo tiene que haberte dolido- dijo.
-Duele, todavía- comenté.
Y empezó la vorágine. Michael estaba especializado en arte marginal y paridas así, de modo que lanzó el descubirmiento de mi resurrección y todo el mundo me celebraba y me invitaba a recitales extravagantes. Se bebía gratis y se follaba bastante. ¿Qué más podía pedir? También me pagaban por ir a emborracharme a discotecas y leer por el micrófono poemas insultantes que iba inventando mientras bebía. La agencia de Michael pensó en cobrar para que la gente me tocara el huevo ausente, mítica metáfora de la creación y el péndulo entre el todo y la nada. Yo le dije que lo olviddara. Soy un tipo razonable. Pero no me gusta que me toquen los huevos. Me llevaron de gira por todo el país, junto a otra corte de artistas esperpénticos. El único que me parecía real era el viejo indio prehistórico que pintaba esos cuadros alucinantes con formas geométricas y colores imposibles. Parecía que las formas de los cuadros te saltaban a la cara . El viejo tenía sólo tres dientes: uno a cada lado de la boca y uno al centro. Su nombre era impronunciable y por eso yo lo llamaba 3D. Le hacía mucha gracia. Bebía como un cosaco y nuestras actuaciones o lo que fueran hacían furor en los pueblos polvorientos por los que pasábamos. Cuando le preguntaban por el origen de su arte, 3D hablaba de los antepasados y de saber mirar por la ventana del espíritu creador. Aunque nos alojaran en el mejor hotel, él dormía en una rara tienda de pieles mugrientas que llevaba a todas partes. Decían que era una especie de santo pero más de una noche lo veía meterse en la tienda con alguna jovencita vanguardista o una madura con más carne que espíritu. Y una vez que lo oí quejarse me metí en la tienda temiendo que le diera un infarto o algo así. La novia de Michael se la estaba chupando a 3D mientras él rezaba algo en su idioma de piedras gastadas. No le dije nada a Michael para evitarle un disgusto y porque la pelirroja, desde entonces, alternaba la tienda del indio con mi habitación del hotel. No sabía mucho de poesía pero era una artista chupándola.
-Poe saber mirar por la ventana del espíritu creador- decía 3D cuando nos emborrachábamos.
Una noche que bebimos demasiado, me llevó a su tienda y me mostró la ventana, envuelta entre pieles de animales extinguidos.
Era un ordenador Macintosh portátil de última generación, con la carcasa colorida y conexión a internet. De allí bajaba sus motivos, los copiaba y les cambiaba los colores, o los construía con un programa de dibujo infantil.
Yo no era quien para juzgarlo, pero al otro día emprendí la vuelta. Traía buen dinero, el suficiente para retomar mi tranquilo empeño de diluírme en alcohol, sin tener que aceptar trabajos de mierda por mucho tiempo. Pero la vanidad es una puta cara te confunde. Me equivoqué de avión, vine a parar a Madrid, y me compré un coche y un ordenador como el de 3D. Intentaría escribir. Esta vez de verdad, aunque el papel sangrara. Traía la cabeza llena de historias y de viento australiano. No funcionó, desde luego y tenía que saberlo. Después de todo igual era cierto que me habían cortado el huevo izquierdo del talento, o acaso ya iba camino de perder el derecho. Aunque lo que escribía llegó a entusiasmar a los pocos editores modestos que se dignaron a recibirme, yo sentía que era hueco, que era fácil, que eran trucos de colores como los que vendía 3D para escapar de la pobreza y conseguir que una jovencita se la chupara. Igual tenía razón Burlesky con lo de las ballenas y los griales. Pero yo había bebido en todas las copas y sabían a ceniza, y mi ballena no era ni siquiera un chanquete, sólo una mota de polvo pegada en mi retina.
Además, sabía que nunca podría llegar a escribir como Sotanosvsky.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

perversaaaa????jajajjaj
ya me explicas eso el miércoles!
jajajaj
mua

Anónimo dijo...

me encanta la forma tan sutil que tienes de mezclar sexo, literatura y poesia. NOs vemus el miercoles y esta vez no subirepedo. talue

Anónimo dijo...

Compañero de guerras imposibles, como deciros de manera precisa lo que me honra vuestra deferencia para conmigo. No sé cuántos huevos hacen falta para estas bellas tortillas, pero vos los tenéis todos. Siempre agradecida a vuestra merced,esta humilde lectora. REYES.