Madrugón, porque no sé dormir lo necesario, y para mí perder un tren es una especie de catástrofe.
Maleta pequeña y silenciosa. A veces echo de menos la anterior, que hizo 30.000 kilómetros conmigo, miraban en Ryanair con desconfianza, y siempre cabia exacta en su jaula de medir maletas.
No la extraño por eso, sino por el ruido que hacían sus pequeñas ruedas, por los suelos impoluto de tanto aeropuerto. Murió, la pobre. Y si creyera en los cielos, habria un cielo de maletas, en el que mi humilde compañera le quitaría el sueño a todas las samsonites retiradas.
El caso es que voy: un huérfano más del secuestro de la Línea 1. Y busco la incertidumbre del Cercanías para el que no está habituado a esperar los trenes, si no a dejar que vengan.
Ya dije que vivo en un barco encallado en un quinto piso cerca de la Plaza Mayor, y al trepar la cuesta frente al Ministerio de Relaciones Exteriores, vuelvo a toparme con ese pequeño monumento bajo, curvo, y lleno de nombres de países, que conmemora la entrada de España en la Unión Europea, y que pese a haber haber sido inaugurado hace treinta años, podría pasar inadvertido.
Es como si lo hubieran hecho con vergüenza y deprisa. Y no creo que llame mucho la atención del titular de Exteriores de España, cada vez que sale por la puerta principal, cosa que no ocurrirá con frecuencia, porque los ministros en este país, siempre salen por la puerta del costado.
Pero si lo hace, se preguntará tal vez qué es ese pequeño murete, ese monumento a unos sueños muertos antes de vivir, y ante el que nadie pone flores jamás.
Hasta hace no mucho permaneció durante varias semanas, cerca de ese monumento, una acampada improvisada que reivindicaba mayor sensibilidad de Europa y España para con los refugiados sirios.
La acampada terminó, pero en la puerta del Ministerio, el guardia civil que la vigila sigue portando una escopeta de grueso calibre, tal vez por miedo a que los que se quedaron fuera de la fiesta Europea tomen por asalto los palacios llenos de despachos vacíos.
Ya se acabó el verano, dicen. Pero el calor sigue anunciando todo lo que vamos a echarlo de menos cuando en pocas semanas más regrese el frío.
Tal vez tú no lo eches de menos.
Tal vez yo no lo eche de menos.
Pero todas las personas que duermen a la intemperie, o bajo el precario refugio de los arcos exteriores de la Plaza Mayor, saben de qué hablo.
El monumento bajito, "petiso" cómo le llamaríamos donde nací, recibe a las 8 de la mañana el homenaje más simbólico posible.
Uno de los dos perros que pasea un hombre joven con dos perros, deja su rúbrica al pie del monumento.
Nunca sabré si el supuesto propietario del can europeísta le permite hacerlo como una expresión política, o directamente es el típico capullo que cree que su perro tiene derecho a mear toda la ciudad y el que venga detrás, que huela.
Pero en este caso, como mínimo, hay algo de justicia histórica en la meada de un perro negro que, permíteme la demagogia porque voy a utilizarla de todos modos, gasta más en pienso y champú que le compra su dueño, que cualquier refugiado sirio en su alimento.
No espere nadie ninguna moraleja. Esto no es una fábula, aunque a veces parezca un cuento de terror o una mala comedia.
Ignoro si el guardia civil de la gruesa escopeta habrá intentado detener al perro, o por lo menos pedirle la documentación, para asegurarse que lo suyo era una urgencia urinaria y no una protesta radical.
Ya se sabe que los radicales somos muy malos.
Meses después de la firma que evoca este monumento-migitorio, España se sumó al acuerdo de Shengen, por el que Europa le hizo el breixit a todos sus vecinos pobres.
Tal vez el perro en cuestión era el unico politólogo que no ha conseguido curro ni siquiera en tertulias de corazón y casquería.
Tal vez es un artista conceptual y nosotros sin saberlo. Si lo que hace en la foto, llega a hacerlo en ARCO, su "instalación" valdría cientos de miles de eruros.
En todo caso, queriendo o sin querer, me ha recordado que Europa, treinta años despues, es piedra y papel. Mojados.
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