sábado, 8 de junio de 2013

Cada verano la llevo a ver el mar


(Un relato de Yo lloré con Terminator 2)




Estoy harto de majaras. De verdad. Cada vez son más. Y todos se me pegan. Estoy en el bar. En este bar. Antes iba a muchos bares, porque todos me parecían el mismo. Pero desde hace un tiempo sólo vengo a este, que recuerde. Aunque no recuerdo mucho. Está Lola. Y eso hace una diferencia. Me gusta Lola, con sus caderas sólidas y su cintura estrecha, con todo ese pelo que está vivo y esos ojos capaces de acojonar al más valiente. O al más mentiroso, que viene a ser lo mismo. Yo nunca he sido muy valiente, porque si no te enteras del peligro, no tiene mérito. Y en cuanto a mentir, con ella no me apetece.
Esta noche será una de las peores. Me lo dice el hueso mal soldado de mi mano izquierda. Si al menos recordara con quién o para qué peleaba cuando me la fastidié, el bulto de la mano sería algo parecido a una medalla inútil y no otra pregunta que no me interesa contestar.
Se abre la puerta y entra ese padre de familia en domingo. Ahora sé que es domingo. Será por el chándal caro que viste el tío, o por la cara de ver los partidos en una tele de tamaño gigante. No sé. Pero es domingo, el bar está casi vacío y se sienta a mi lado.
Le pide a Lola whisky del bueno y cuando se lo sirve, ordena que deje la botella, como habrá visto hacer en las películas del Oeste, en su tele de tamaño gigante. No me gusta como mira a Lola y no es por el paseo por su culo o su escote. Son su culo y su escote y yo no tengo nada que ver con ellos, no quiero tener nada que ver. Es mejor así. Y todos los tíos se los miran. Es la forma en que el padre de familia lo hace lo que me molesta. Bebe rápido y mirando a los costados, no disfruta. Los que beben así lo hacen a menudo pero no saben beber. Hay que beber despacio, para que el líquido al caer vaya lavando algo o lo queme sin prisas.
—Cada verano la llevo a ver el mar —me dice.
—Eso está bien —respondo sin ganas mientras saco un puñado de cerillas del bolsillo y empiezo a contarlas. Estoy harto de majaras.
—Ya. Pero a ella parece que no le alcanza. Siempre quejándose, siempre hay algo que no le gusta. Y no es que lo diga, ¿sabes? La muy puta nunca dice nada, va de víctima, pero sus ojos, sus ojos que nunca me miran de frente, sus ojos sí que dicen. ¡Y no lo soporto! ¿Tengo yo que soportarlo?
—Supongo que no.
—Desde luego que no. ¿Acaso no me deslomo trabajando? Y ella, siempre con los celos, siempre desconfiando. No lo dice, pero sus ojos, joder, sus ojos. Como con el coche. ¿Es que un tío que se ha pasado la vida trabajando no tiene derecho a comprarse un buen coche?
Me muestra un llavero de diseño, con la marca Audi en el centro:
—¡Si lo compré pensado en ellos, coño! Tiene airbag para todos los pasajeros, ordenador de a bordo, todo. ¡Lo compré pensado en la familia! Es el gris metalizado que está fuera. ¡No veas cómo se liga, con esa máquina!
-Lo imagino —respondo mientras dejo de contar cerillas. Tal vez no sea necesario.
—Pero ella que cómo lo vamos a pagar, que el niño necesita esto y lo otro. Y mira que hacía tiempo que no se quejaba hablando. Pero claro...
—Los ojos.
—Eso. Los ojos. Yo soy un tío normal, un padre cojonudo, vale, bebo de vez en cuando un par de copas. ¡Y cómo iba a imaginar que aquella guarra tenía ladillas! Pero ella no dice nada, sólo me mira y cuando le pregunto, cuando le digo que qué coño mira, enseguida esconde la cara, como si fuera a pegarle. Y hacía meses que no se me escapaba una mano. Meses.
—Ya está ahí —interrumpe Lola, mientras mira con odio al padre de familia. La conozco. Está a punto de estallar. Y el odio de Lola me ahuyenta, parece incluirme.
—Déjalo por mi cuenta —respondo y también me refiero a mi vecino de taburete—. No es para tanto.
—Vale, pero que lo haga en otro sitio. Además, luego se mea en los coches de los clientes —dice ella. Y me alcanza dos cervezas.
—¡Mi coche! —exclama el padre de familia y amaga con salir. Le agarro el brazo con más fuerza de la que pensaba, supongo, porque me mira sorprendido.
—He dicho que yo me encargo. Perdona un momento.
Y salgo.
El Loco está sentado en la plazoleta frente al bar. Como siempre que se descubre solo y viene a buscarme. Es un loco muy educado y saluda a todo el mundo:
—Que tengas buena noche —me dice, como siempre.
—Lo mismo para ti —respondo, como siempre.
Le ofrezco un cigarrillo y una cerveza. Fumamos y bebemos un rato. Después me mira, como siempre, y le digo:
—Vamos.
Caminamos hasta la curva, un centenar de metros más abajo. Nos detenemos en el centro de la calle y El Loco, como siempre, dice:
—El cielo debe estar en otra parte.
Y se tiende en la carretera, con los brazos abiertos.
Yo me tiendo en la otra dirección, mi cabeza tocando la suya.
Y esperamos.
Al rato se acerca un coche, la luz estalla sobre nosotros, se oye una frenada brusca y nos esquiva. Se detiene a prudente distancia y el conductor nos insulta. Parece que va a bajar, pero se lo piensa mejor y parte, con chirrido de neumáticos.
Me siento. El Loco sigue tendido pero le alcanzo un cigarrillo encendido y digo:
—Vamos. Habíamos quedado en un solo coche por vez.
Me mira, parece comprender y se pone de pie.
Es un buen loco, El Loco. Vive en el solar abandonado, entre las malezas y las ruinas de una casa derribada por el tiempo. No es uno de esos farsantes vividores que montan un número para llamar la atención. Él se tiende en la carretera, cuando le sopla el viento dentro de la cabeza, a esperar que venga un coche que lo lleve de viaje. Y no finge. Lo sé porque las primeras veces le tiré mi coche encima y tuve que frenar a último momento, porque no se apartaba.
En realidad, no mira hacia los coches, sino hacia el cielo. Cuando se siente deshabitado, viene hasta el bar y se pone a fumar en la plazoleta, hasta que salgo. Y si no estoy esa noche, si no me entero, se tiende en la carretera frente al bar, a esperar los coches. Pero casi todas las noches estoy en el bar. Me tuve que inventar lo del límite para reducir las probabilidades de que algún conductor borracho lo atropelle sin enterarse siquiera. Por eso, cuando aparece, me lo llevo hasta la curva y esperamos juntos. Lola cree que sólo hablo con él. No lo entendería.
Cuando volvemos calle arriba, veo un Audi gris metalizado. Flamante. El Loco y yo meamos sobre el coche durante un rato y me entretengo admirando los detalles de la tecnología avanzada.
Cuando nos despedimos, saluda:
—Que tengas buena noche.
Y se va a buscar el cielo, que seguramente está en otra parte.
Cuando entro en el bar, es obvio que el padre de familia se ha bebido buena parte de la botella. Y también que está diciéndole chorradas a Lola, que me mira con cara de ultimátum.
—¿Qué? —dice el tío — ¿Ya le has dado lo suyo al loco ese?
—Sí. Me hablabas del coche y de que a tu mujer no le gustaba...
—¡Puaj! No le gusta nada de lo que hago, pero bien que se cuida de hablar. Es que cuando me enfado, no soy yo, y tengo la mano pesada, ¿sabes? Toca, toca qué músculos. De joven hacía pesas, pero desde que me casé con ésta, el único ejercicio que puedo hacer es levantar sus tetas caídas y últimamente, ni eso. ¡Pero en mi casa mando yo, que soy el hombre! Y cuando me cansé de jilipolleces, no sé, descubrí que cuando la sacudo, al día siguiente está más suave, no digo cariñosa, pero por lo menos me mira menos. ¡Una vez me dijo que me iba a denunciar, a mí! Ahí me pasé, porque hubo que llevarla al hospital y nos gastamos una pasta en medicinas. Pero no dijo nada. El médico venga preguntarle que cómo se había hecho eso, y ella que se había caído de la escalera... ¡Y vivimos en un bajo!
Le pido otra Mahou a Lola, para distraerla antes de que estalle.
—Es guapa, tu novia —dice el padre de familia bebiendo lo que queda de whisky—. Lo digo sin faltar, ¿eh? Pero así tienen que ser las mujeres: con carácter, no como la mía, que en cuanto le das una hostia se pone a llorar.
—Pero por lo menos no te denuncia...
-—Ya se cuidará de hacerlo. Y esta vez tampoco —se acerca y me habla confidencial—. La muy tonta teme que me desquite con el niño si me denuncia. ¡Cómo si yo fuera a pegarle al niño sin motivo! Es que no tiene cultura.... Yo leo, veo películas. ¿Sabías que si les pegas con una toalla mojada luego no quedan marcas?
—Eso está bien, para que no se note cuando la llevas a la playa...
—¿Ves? Tú me entiendes. Yo seré estricto, pero cada verano la llevo a ver el mar. Y eso que a mí me gusta la montaña... Bueno, me tengo que ir que mañana se trabaja. Ha sido un gusto hablar contigo.
Paga, saluda a Lola y se va. Ella no quiere mirarme. Pago y me voy.
Mi viejo coche está, como siempre, aparcado con una rueda sobre el bordillo. Abro la puerta y quito la barra que fija el volante. No recuerdo quien me la regaló. Como si alguien fuera a robar mi coche. Por una vez arranca sin empujar, pero lo dejo ir cuesta abajo. Después de doblar la curva veo el Audi a un costado de la carretera.
No se va muy lejos con dos neumáticos desinflados.
Bajo y el padre de familia, deslumbrado por los faros y por el whisky que le baila en la barriga, no me reconoce.
—Joder, menos mal que ha parado. Es que algún hijo puta me ha...
Ya no sigue, porque cuando te pegan en las costillas con una barra de hierro, un par de neumáticos desinflados parecen menos importantes.
Levanto la barra otra vez.
Me temo que le quedarán marcas. 
Estoy harto de majaras. De verdad.

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