viernes, 18 de enero de 2013

Triángulo





Fredy dejó de aporrear la máquina de escribir y buscó con impaciencia el paquete de cigarrillos, mientras la otra mano tanteaba sin descanso bajo la mesa en busca de la botella que sabía casi vacía. Dos cigarrillos y las cuatro de la mañana, mala combinación. Tampoco suficiente whisky en el fondo de la botella. Se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa y volvió a la carga con el teclado. Algo de hielo en la nevera y tal vez medio paquete de cigarrillos bajo la cama, olvidados por Ella en la apresurada partida sin despedidas pero para siempre. «Para siempre», tecleó con una sola mano, porque la otra golpeaba enérgicamente el filtro del cigarrillo contra la mesa, para apretar el tabaco flojo en el arrugado cilindro de papel. «Para siempre», pensó remarcando cada sílaba con un golpe al cigarrillo que acabó por partirse. «Un poco de hielo debe quedar», escribió al tiempo que aferraba la botella abierta y dejaba caer el líquido ardiente garganta abajo. «Para siempre», escribió otra vez, como si fuera una sentencia y lo era. Fredy tomó las dos partes del cigarrillo inmolado y estudió la forma de unirlas otra vez, vaciando de tabaco la que terminaba en el filtro e introduciendo la otra mitad dentro de su frágil funda de papel. Realizó la tarea con cuidado, pensando que si Ella lo viera ahora no podría tacharlo de impaciente ni decirle que echaba las cosas a perder por impulsivo. Ella. Ni le acusaría de tremendismo, ni de falta de calma para el amor lento y moroso que a Ella le gustaba. Fredy hizo una bola con el cigarrillo y lo arrojó al cesto de papeles. Cayó fuera.

«Cayó fuera», dijeron los dedos de Raúl al teclado del ordenador, que obedeció con suavidad. Le dio la orden a la tecla que guardaba lo escrito y lo grababa en el disco para prevenir cualquier corte de luz, y extrajo un cigarrillo con dos dedos de la caja dispuesta al costado izquierdo del teclado, en irreprochable paralela con el teclado y el encendedor. Aspiró el humo espeso con deleite y luego dejó el cigarrillo sobre la ranura del cenicero, también paralelo a todo lo demás. Controló que el cigarrillo quedara en perfecto equilibrio, más dentro que fuera del cenicero, para que no cayera a la mesa al consumirse en el tiempo que duraría su incursión a la cocina. Se sirvió una medida de whisky ambarino y le agregó dos cubos de hielo transparente. Cuando regresaba al cuarto de trabajo, la respiración agitada de Ella en el dormitorio le estropeó la sensación de soledad. La observó dormir inquieta, con las sábanas enroscadas en el cuerpo y la manta bajo la cama, en el suelo, junto a la ropa arrugada y media docena de revistas y libros. Por todo el dormitorio estaban regadas las pertenencias de Ella, los bolsos a medio vaciar, la maleta abierta en el centro de la alfombra como una sonrisa burlona. Raúl sintió una angustia medida pero cierta y estuvo a punto de comenzar a recoger cosas en la penumbra del cuarto. Se contuvo y volvió al ordenador y al cigarrillo que le esperaban, obedientes. «Entonces supo que lo haría, y la certeza, en lugar de darle paz, le dio la furia», escribió con veloz pero armonioso baile de los dedos sobre el teclado. Lo haría, se dijo Raúl. Y la única emoción que cruzó su mente fue la seguridad de que un problema pronto dejaría de serlo. «Para siempre», escribió casi con placidez. Era lógico y conveniente, de manera que sólo le quedaba calcular los detalles y decidir el momento, que una cosa era hacerlo y lo haría, y otra muy distinta arriesgar más de lo necesario. «Matar al tipo era imprescindible, instintivo, imperioso. No le hacía falta enumerar razones: todo eran motivos y el lugar y el momento eran lo de menos. Lo importante era matarlo», tecleó Raúl con parsimonia. La brasa del cigarrillo se acercaba al filtro y la separó con cuidado presionando contra el fondo de cristal del cenicero, para que se consumiera sola y sin dejar en el aire ese olor a plástico quemado que luego costaba desalojar. Raúl pensó que lo haría porque debía hacerlo, y un murmullo en sueños de Ella desde el dormitorio apoyó su razonamiento. No es que el tipo fuera tan poderoso como para temerle, aún con su irracionalidad proverbial que lo hacía imprevisible. Pero de alguna manera conseguía alterar su orden, inmiscuirse en la vida organizada de Raúl, alterarla. Y eso no podía continuar. Bebió un sorbo de whisky, un pequeño y fresco sorbo.

«pequeño y fresco sorbo», aporreó Fredy en el ruidoso teclado, como si la vieja Remington tuviera la culpa y sospechaba que la tenía. El último cigarrillo arrugado le colgaba de los labios y un grueso taco de ceniza cayó sobre su pantalón. Lo barrió de un manotazo, dejando la marca de la trayectoria gris pintada sobre la tela. «Será esta madrugada», pensó sin escribirlo. «Sé que el tipo se queda hasta que amanece escribiendo sus torpes novelas y conspirando para quitármelo todo, para dejarme como un payaso inútil, para robarme las ideas y ponerles su sello.»
Volvió a la carga con la máquina de escribir que rechinaba y se defendía del ataque trabando de cuando en cuando dos o tres brazos de metal frente a la cinta gastada. Fredy separaba las matrices con furia, manchando sus dedos con fantasmas de letras superpuestas. Decidió escribir más despacio, una letra por vez, aunque los diálogos y las acciones de los personajes le llegaban revueltos y veloces, pero sin perder esa relación con la trama central de su novela que siempre lo maravillaba por lo inexplicable. Pero al poco tiempo la impaciencia volvía a dominarlo y una «a» arrastraba en su viaje a la «s» y la «w». Fredy fusiló la palabra indescifrable con una furiosa línea de «x» y siguió escribiendo. «Lo único que llegaba a alterar al tipo si no por completo sí de una manera fría y rencorosa, era que él decidiera en su vida, que le condicionara los gestos y le arruinara con perverso placer el orden establecido con tanto cuidado», dejó escrito en el castigado folio perforado en algunas letras por la fuerza de las teclas. Fredy golpeó la mesa, sintiendo que no podría esperar hasta la madrugada para matarlo. Fue hasta el dormitorio vacío de Ella y comenzó a rebuscar en el armario, arrojando fuera ropa sucia mezclada con otras prendas limpias y arrugadas. Una braguita negra y breve le clavó una punzada de recuerdos de Ella y la presionó entre sus manos. Y supo que era la ausencia de Ella el detonante de una situación insostenible. Había perdonado todas las impertinencias del tipo, casi resignado a no poder prescindir de sus rarezas. Pero habérsela quitado era el límite en el que se reunían todas las cuentas pendientes. Y eran muchas. Además, sospechaba que si se la había quitado era por capricho, por demostrarse que podía hacerlo, como si fuera un juego. Fredy estaba seguro de que acaso el tipo ya estuviera arrepentido de habérsela llevado, pero no por el daño causado, sino por el problema que Ella significaba en su manía de planearlo todo hasta la saciedad. Dentro de una caja de zapatos encontró lo que buscaba: el revólver estaba cubierto de polvo y con una sombra de óxido en el tambor. Pero funcionaría. Deslizó con nerviosismo las balas en sus orificios, y miró fijamente el reloj apurando la marcha de las agujas en su agónico paseo interminable.

«agónico paseo interminable», escribió Raúl con la espalda recta recostada contra el respaldo de su silla. La madrugada era el mejor momento para hacerlo, cuando el tipo salía de casa para exigir su desayuno en un bar adormilado. Pese a su carácter caótico, el tipo respetaba cierta rutina, aunque seguramente lo ignoraba. Tras toda una noche de castigar el papel con sus febriles frases de una novela caótica e interminable, salía a desayunar y dejaba tras de sí el ambiente cargado de humo y olor a colillas mal apagadas. Lo había encontrado más de una vez y cuando se cruzaban parecía no verlo, ensimismado en sus pensamientos y murmurando palabras atropelladas. Los ojos alucinados y el paso distraído pero veloz, como si alguien lo esperase en alguna parte. Raúl pensó que sería fácil, muy fácil, si escogía el momento preciso y apuntaba con cuidado. Abrió el cajón inferior de su mesa de trabajo y de un estuche de cuero extrajo la lustrosa pistola que olía de modo tenue a metal y aceite. La desmontó pieza por pieza y procedió a limpiarla antes de volver a montarla.

«antes de volver a montarla», quedó escrito en el folio manchado con el círculo de un vaso sudoroso en el extremo superior. Fredy se removió inquieto en la silla. Faltaba poco tiempo, el sol salía sucio tras la ventana. Sabía cómo sorprenderlo desprevenido, en la calle vacía. Demasiadas madrugadas se habían visto sin reconocerse, cuando el tipo, con su aire impecable y abstraído, salía a la calle como si la calle no mereciera sus pasos pedantes. Fredy imaginaba su cuarto de trabajo pulcro y organizado, la pila de folios escritos maciza como un bloque y las ventanas abiertas para que el ambiente se despejara. Cómo odiaba a ese tipo que se la había quitado. Sospechaba que después de matarlo no podría escapar: era el sospechoso perfecto y tampoco le importaba. Lo primero era matarlo, después vería qué hacer. Se puso de pie de un salto y arrancó el folio a medio escribir del rodillo manchado de la Remington. Dejó caer el revólver en el bolsillo de la cazadora y buscó sin esperanzas un cigarrillo olvidado. Era la hora. Cuando estaba en la puerta de la habitación se detuvo entre dos pasos. Hizo una bola apretujada con el folio y lo arrojó con fuerza hacia la papelera vacía. Cayó fuera.

«cayó fuera», fue lo último que escribió Raúl antes de grabar todo el texto en la memoria del ordenador, apagar el aparato y cubrirlo con la funda para protegerlo del polvo. Apiló los folios con cuidado y los colocó en una bandeja. Después llevó el cenicero y el vaso a la cocina y los lavó concienzudamente. Se asomó al dormitorio y espió el dormir revuelto de Ella, recordando como entre nieblas que todo empezó como un juego de seducción, una visitante más de su cama que no sabía ni quería saber de despertares compartidos; y que por obra del descuido de su odiado enemigo se había convertido en una invasión permanente de su vida, un problema no previsto, un desorden no deseado. Descolgó su abrigo del armario, volvió al cuarto de trabajo y deslizó la pistola en el bolsillo. Apagó las luces antes de salir.

Iba rumbo a la puerta del edificio que daba al día aún por estrenar, pensando en nada y en todo, y en los problemas que se veían venir, problemas sin solución aparente. Y en los errores. Porque todo el mundo comete errores que luego cuesta rectificar; al menos rectificarlos sin que fueran parches disonantes de esos que estropean la mejor novela. Por momentos, las cosas parecían ir sobre ruedas, como siguiendo una trayectoria impecable. Pero luego se torcían y mezclaban de manera tal que creía que no podría enderezarlas. Como si los personajes tuvieran vida propia. Como si al pensarlos los creara en realidad, en carne, hueso, odios y amores. Ridículo. Pero lo cierto era que a veces las cosas sucedían en la novela fuera de lo previsto, y las líneas argumentales se desviaban hasta tal punto que corregirlas parecía una intromisión imposible. Claro que al final, en el último momento, lograba salir del atolladero. Pero sospechaba que esta vez sería distinto. La luz del alba anticipada, como siempre, era una cómplice perfecta para aclarar las ideas, y la puerta del edificio marcó el final de la noche en el momento mismo en que el pie izquierdo tocó la calle.
Entonces los vi, uno a cada lado de la puerta, con un arma en las manos y dispuestos a matarme aunque eso significara su propio fin. Y supe que no podría corregir mis errores ni terminar la novela. Los personajes así lo habían decidido.
La bala de Fredy fue la primera en alcanzarme.
Pero la de Raúl me dio en el corazón.



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