Se conocieron por casualidad, en un foro de pretensiones intelectuales e intenciones vagamente románticas. Ella celebró la agudeza de sus comentarios y él se maravilló de la coincidencia de ambos en repudiar ciertas películas de moda, que todos ponían por las nubes y a ellos se les antojaban aburridas. Ella mencionó al pasar cierto chat en el que se daba cita gente "como ellos", y él patrulló esa dirección durante tres noches, hasta que volvieron a encontrarse. Por el privado asumieron los gustos comunes y minimizaron los divergentes, con la prudencia de quien se acerca desarmado a un ciervo y no quiere que se espante. Acordaron desde el principio no darse los verdaderos nombres, ni las direcciones de email y -mucho menos- caer en la vulgaridad arcaica de intercambiar teléfonos.
Como se sentían jóvenes y tecnológicos, iniciaron su amistad en Tuenti, la consolidaron en Twitter y se volvieron cómplices en Facebook.
Cuando adquirieron confianza, se contaron proezas y desventuras sexuales en largos mensajes de apariencia inocente, desconocidos que se están conociendo y desean ofrecer al otro el perfil más mundano. Pronto pasaron a las confesiones sentimentales y ella habló de ese ex inepto pero recurrente del que por fin se había librado meses antes. Él le contó de su convivencia desastrosa con la que creyó sería la mujer de su vida y que había acabado con un temprano desengaño y una tumultuosa separación. Ella reconoció que si había aguantado tanto tiempo a aquél imbécil, fue porque la tenía enganchada sexualmente, y él correspondió a su confesión admitiendo que le había ocurrido algo parecido. Ambos construyeron, a medias, una sentencia que les pareció de lo más inteligente, según la cual, la piel sobra si antes no se toca el cerebro del ser amado. Sabiendo que caían en el repetido tópico, él citó una frase de la película Martín Hache, con la que un personaje declara que prefiere follar mentes, y ella, lejos de espantarse, tecleó risas de buena gana, ya que había mencionado su película y su frase favoritas.
Acaso para que la comunicación no se centrara sólo en el sexo, otra noche él le habló de su infancia tranquila y protegida, de la que sin embargo había salido bañado por una sutil melancolía de la que no sabía o no quería librarse. Ella le contó de la temprana muerte de su padre, cuando era una niña, y de cómo, sin querer, culpaba a su madre. Entristecido por la tristeza prójima, a la noche siguiente él le preguntó que parte era la que más le gustaba de su cuerpo y ella dijo que el cuello. Cuando le tocó el turno, él habló de sus manos y ella dijo que las imaginaba fuertes e inquietas. Cuando llegó el turno de las porciones corporales odiadas, ella declaró sin pudor que su nariz, y él habló de sus piernas, irremediablemente torcidas. Entre bromas, se desafiaron a enviarse fotos de esos "defectos" del otro a los que quitaban importancia, pero cuando comenzaron el intercambio, días después, ella mandó una instantánea de su cuello, con el pelo recogido y la espalda desnuda, que él elogió sinceramente, antes de mandarle una foto de sus manos, que ella dijo eran como las había imaginado. Poco a poco se fueron enviando trozos del cuerpo, evitando su nariz y sus piernas, las de él, porque las de ella en la foto eran, según él declaró enfáticamente, "perfectas". En este punto ella dijo que en realidad no era la nariz la parte de su cuerpo que más odiaba, sino su culo, que creía demasiado voluminoso, y tras hacerse rogar durante varios mensajes, se lo mandó por foto. Él desmintió la infamia asegurando que era el culo más bello que había visto en su vida y ella, con rubor visible en la letra impresa, exigió ver sus piernas. El tardó unos cuantos minutos y dudó antes de darle a la tecla enter, y cuando ella abrió la foto vio sus piernas desnudas, pero también su sexo erguido e hinchado. Ella no respondió durante un rato, y en el siguiente mensaje cambió de tema durante varias réplicas, hasta que él no pudo más y le preguntó si la había ofendido. Ella dijo que no, que la había excitado y que se estaba tocando y esa fue la primera vez que follaron en la red, contándose en mensajes entrecortados y a veces casi ilegibles, lo que sentían y se hacían. Ella dijo "me corro" antes de decir "te quiero" y a él le pareció la frase más romántica que había oído jamás. Para compensar, durante los tres días siguientes hablaron de otros temas, pero al cuarto se citaron en Skype y lo hicieron viéndose por primera vez, y él desmintió las calumnias sobre la nariz de ella y perdieron el pudor al verse en la pantalla y se tocaron como si fueran las manos del otro las que los tocaban.
El tiempo pasó, pero la pasión y la compenetración no. Nunca se dieron los teléfonos, pero sí usaron sus iphones para mandarse SMS tórridos o tiernos a cualquier hora del día, y también por Facebook celebraron por el primer aniversario de su relación.
Algo se fue deteniendo, en especial cuando ella detectó que tenía varias "amigas" en la red que le tiraban los trastos, y él correspondió con un pequeña pero intensa riña al ver el comentario de un tal Armando, que hablaba de lo bien que lo habían pasado juntos cuando fueron al cine a ver aquella película, el martes pasado. Pero lo superaron porque tenían tanto en común y compartían tantas cosas, que esas minucias pueriles no podrían con ellos.
Rompieron, por WhatsApp, una noche de invierno, cuando faltaba un mes para que se cumplieran dos años de relación. Él apagó el ordenador, se sirvió un whisky y encendió un cigarrillo antes de asomarse a la ventana. Dejó vagar la mirada por la iluminación navideña de la plaza de Tirso de Molina, empobrecida por la crisis. Y se dijo que si le hubiera pedido el nombre, algún dato para localizarla, habría salido a buscarla esa misma noche. Ella, por su parte, se preparó un café bien cargado, porque total, esa noche no pegaría ojo y era mejor colaborar con el insomnio que luchar en vano contra él. Desde su balcón, se preguntó qué había fallado y supo que jamás encontraría a otro hombre como él. Suspirando, comenzó a dibujar un corazón en el vaho que empañaba el cristal de su ventana, pero lo borró con la palma de la mano y al lado trazó una arroba. Pegó la frente al cristal y, entre los huecos del dibujo, dejó vagar la mirada por la plaza de Tirso de Molina, iluminada por la parca iluminación navideña, empobrecida por la crisis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario