jueves, 29 de noviembre de 2012

Se soma El huevo izquierdo del talento




Me cuentan que hacia mayo se publicará en Argentina EL HUEVO IZQUIERDO DEL TALENTO. Y eso ilusiona, porque después de 11 libros en español, el 12 saldrá en mi país.
También, todo indica, se publicará en España en los primeros meses del año que viene, mientras mi cómplice de comiqueo y tebeos, KIKE NARCEA, avanza con la adaptación a novela gráfica con destino Francia, que llevará un tiempo todavía, pero ya asoma, como este huevo que pensé sería mi primer texto largo en publicarse hace cinco años. No fue así, y para mejor, porque me dio un lustro para pulirlo y dejar sólo el hueso y el músculo de la historia.
No sé si es una revela o un novelato, sólo sé que quería contarla y se lo debía a mi querido Gonzalo Torrente Malvido, que fue el primer lector y el que más creía en ella, incluso antes que yo.
Cuando hace un par de años publiqué Yo lloré con Terminator 2 y hablaba, medio en serio, medio en broma de un pseudo- género llamado Cerveza-ficción, hablaba de eso.
Va sobre un tipo que ha confiado todas sus decisiones importantes a las cerillas, vive más en los bares que en su casa, tapizada de notas musicales y fotos en las que falta un rostro de mujer, y tiene un jodido imán para atraer a los majaras. De la ciudad sin mar en la que vive, desaparece gente de noche y de la noche, mientras el Poe (llamado así porque dicen que es "medio poeta", y medio cabronazo, sólo intenta no pensar en nada, que dejen de dolerle las manos, y no cruzar la delgada línea que lo separa de Lola, dueña del bar, porque sabe que cuando la cruce, no sabrá volver atrás.

Y empieza así:



1
Toda Dinamarca resoplando sobre mí



Cuando un loco parece completamente sensato, es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza. 
La frase, que me persigue de cerca como una sombra de mediodía, entra al bar detrás de mí. 
No es mía, sino del Poe original, el del El Cuervo y El Corazón delator, como si los corazones fueran algo más que bolsas de sangre, me digo. 
Yo sólo soy el Poe de los tercios de Mahou, el paciente confesor de la catedral de locos en que se ha convertido el bar de Lola. 
Y estoy harto de majaras. 
De verdad.
Lola me saluda, estudia mi cara y revisa las reservas de Four Roses.
Hoy tengo cara de Four Roses. 
Es lo bueno de pertenecer a un bar, me digo. 
Antes me daba igual cualquier bar. Pero desde hace un tiempo, no sé cuánto tiempo, me hago un lío con el tiempo, sólo vengo al bar de Lola. 
Vengo cuando me duelen las manos. Siempre me duelen las manos.
Esto es mejor que mi casa vacía de Lucy, en lo alto del viejo edificio, con las paredes tapizadas de fotos con su cara recortada y una única nota musical pintada a brochazos que se repite ya sin ritmo. Mejor que el invernadero de cristales sucios lleno de esqueletos de plantas resecas.
Mejor. 
Si.
Sí.

En el minúsculo escenario, el músico con pinta estrafalaria lustra su flauta plateada y bebe cerveza. Me siento siente en paz, por un rato. Acaso todavía tenga una oportunidad. Me gusta el silencio del bar, silencio a ritmo de jazz, que rebota blando en la madera de las paredes y marca el camino del baño cuando toca mear y dejar sitio para más bourbon o más cerveza. Es un silencio diferente al de mi casa.
— ¿Qué tal las manos? —pregunta Lola. 
Es guapa. Tiene un atractivo de mujer fuerte y sabe tratar a los clientes, medir a los listos o poner orden sin perder los nervios. Tiene clase.
—Mejor. Duelen, pero se soporta.
No puedo decirle que lo que me duele, lo que verdad me duele, es el huevo izquierdo del talento. El que me amputé hace tanto tiempo que si no fuera por el dolor de su ausencia, creería que nunca tuve. 
Las manos duelen, sí. 
Pero cuando te duele algo que tienes, sabes que todavía lo tienes. Jodido, pero está ahí. 
Lo que te falta, duele más. 
Pero Lola tiene la noche tierna, le ocurre a veces. Y entonces se preocupa por mí, equivoca el camino, se postula en silencio para cuidarme de mi mismo y me dice, con el mismo tono que nebulosos amigos del pasado me recomiendan beber menos:
—Deberías buscar un curro mejor. Tú vales más que para hacer paquetes, Poe. Mucho más.
No le respondo que se meta en sus asuntos porque hay algo en la manera de llamarme Poe que lo impide. Todo el mundo me llama así, desde hace años, desde que Haroldo se dio cuenta de que mi nombre ya no me nombraba y me puso Poe, un poco porque mis cuentos eran tenebrosos, y otro poco en broma, porque decía que yo sólo era “medio poeta”. La otra mitad, la que mandaba, solía decir Haroldo, era  la de un “jodido cabrón”.  
A veces  lo echo de menos. 
Otras veces, cuando he bebido demasiado, hablo con Haroldo y su fantasma me responde.
Quisiera decirle a Lola que he dejado lo de los paquetes. 
Pero mejor no.
Queda poca gente. Por suerte, hoy no hay majaras en el bar. 
Estoy harto de majaras. 
De verdad. 
Pero este bar pertenece a los majaras como un oasis pertenece a los sedientos. Hasta aquí procesionan, con sus mejores galas, en busca de un perdón imposible o de un dios que no los mate. El bar de Lola es la catedral de los locos de la ciudad, el punto de encuentro y de fuga, la última parada en el penúltimo delirio antes de volver a un mundo que les queda pequeño y les queda tan lejos. Los locos realizan aquí sus ritos necesarios, buscan al Poe para confesarse con un sacerdote pagano y descreído –como han de serlo todos-, no esperan penitencia ni demandan certezas de otra vida Más Allá, porque ése es el barrio en el que viven.  Lola completa la eucaristía con sus brebajes dorados, que no pueden ser, por el color, la sangre de ningún vástago divino, y entonces es mejor no preguntar qué son, beber y punto.
En cuanto a las hostias, siempre cae alguna.

Si.
Sí.

Un par de horas se pierden sin dolor. Supongo que es lunes o martes, a saber. Seguro que no es miércoles. 
Los miércoles no suelo venir, porque hay bandas que tocan y que traen a sus propios espectadores, sus familias y hasta a sus vecinos, hay entendidos que repiten en voz baja el nombre de las canciones o aportan datos innecesarios a quien los quiera escuchar. Yo no quiero. Detesto los bares repletos, porque se llenan de caras que no me suenan o me suenan demasiado. Todos se parecen cuando sacan a pasear sus miedos.  
Los miércoles hay ecologistas y hay contaminadores, incluso ecologistas contaminadores. Hay muchachas flamantes por fuera y gastadas por dentro, hay  hombres que matarían por encontrar un motivo válido para seguir viviendo. Hay poetas de los cojones, sin cojones para escribir lo que piensan y que acaban escribiendo lo de que deben. Yo fui uno de ellos, creo. Hay chavales que se matan en el gimnasio por las tardes, para sentirse matadores por las noches y terminan matándose a pajas al amanecer, con notable fortalecimiento de los bíceps. Hay genios por docena, repitiendo sobre el hombro de quién se deje el comentario inteligente de aquella revista contestataria que a la hora de pagar las colaboraciones, no sabe o no contesta. Hay parejas desparejas, parejas deshechas, parejas que se alimentan del mutuo rencor. Hay también parejas que se quieren, gloriosa estupidez que envidio cada vez que la mirada de Lola se me enreda en la nuez y la estrangula de promesas. Hay adictos a todo que no quieren nada, bellezas de neón que se aman a si mismas mientras saltan de hombre en hombre, de espejo en espejo, narices hambrientas que hacen cola frente al baño como quien embarca en un vuelo turístico. 
Hay gente. 
Demasiada gente los miércoles. 
Y aunque me jode admitirlo, los miércoles vienen muy pocos majaras de verdad. No aparecen cuando salen los aficionados. Estoy seguro de que los locos también detestan las imitaciones.
Si.
Sí.

(Luego sigue, pero eso otro día)

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