lunes, 12 de noviembre de 2012

Escaleras sin fronteras


(Este cuento forma parte de un proyecto colectivo organizado en Francio por Le Concierge Masqueé. Se trataba de que varios autores escribieran un testo a partir de la misma situación y partiendo de la misma frase. Blancanieves yace muerta, los enanitos son sospechosos y Armand Leprince lleva la investigación)


—El asesino está entre estas paredes —acaba de decir  Armand Leprince y los siete enanos negros representan la sorpresa de acuerdo al carácter que él les conoce. 
—Esa es una acusación muy arriesgada, señor Leprince —responde sin alterarse el Sabio.
—¡Eso no me lo dice usted en la calle! —salta, indignado, el Gruñón.
—Pero, pero… —moquea, lloriqueando, el Mocoso.
—¿Usted cree que he sido yo, verdad? —se sonroja el Tímido. 
—¿Qué ha dicho, que ha dicho? —pregunta desperezándose Dormilón.
—Nada, hombre, que aquí el amigo Leprince está de broma, muy buena, Leprince, muy buena —se carcajea el Feliz.
El Mudito no dice nada. 
Leprince da un fuerte puñetazo en la mesa y se arrepiente de inmediato, ya que el golpe ha hecho vibrar los pechos de Blanca, desnuda y muerta sobre la superficie de madera. Y eso le parece un sacrilegio. La muchacha es una estatua de belleza intocable, aunque él se muere de ganas de tocarla.
—Si la hubiera matado uno de nosotros, no lo hubiéramos llamado a usted, ¿no cree? —argumenta el Sabio.
—¡Que la hallamos así, hace poco más de una hora, coño! —protesta Gruñón.
—Tal vez le he contagiado mi resfriado y por eso… —se entristece el Mocoso.
—Yo, yo no sería capaz… —argumenta el tímido.
—Yo no sé nada —dice Dormilón—, acabo de despertar de mi siesta.
—Son cosas que pasan, Leprince — resta importancia el Feliz —. La vida sigue y propongo hacer una fiesta en homenaje a Blanca.
El Mudito no dice nada.
Leprince, fuera de sí, está punto de dar otro golpe en la mesa, pero se contiene. Bastante le cuesta ya no mirar el cuerpo desnudo. Quién hubiera dicho que la recatada secretaria ocultaba tantas curvas bajo sus holgados vestidos…
—No me ha llamado ninguno de ustedes, caballeros —afirma mientras se pregunta si el el reciente exabrupto no le habrá desacomodado la peluca—. He venido porque recibí una carta: esta que ven en mi mano. De Blanca. Venía acompañada de una nota en la que aseguraba que moriría hoy y me pedía acudir a esclarecer los hechos, porque el asesino estaría en este cuarto.
Todos callan, asombrados, salvo el Mudito que lo hace por costumbre. Leprince abre el sobre y comienza a leer:
“Señor Leprince, si ha respetado usted esta última voluntad, leerá esta carta en presencia de mis siete jefes, probablemente ante mi cuerpo sin vida. Si es así, le estoy muy agradecida por ser, una vez más, todo un caballero. Querrá, sin duda, conocer el motivo de mi muerte. Pero ¿Cuándo comienza una a morir, señor Leprince? En mi caso, cuando comencé a trabajar en esa apartada mansión en medio del bosque, como secretaria de la ONG Escaleras sin Fronteras, de la que usted es uno de los mecenas. Creí que podría ayudar a mejorar la vida de miles de enanos en todo el mundo, que se ven ignorados por una sociedad que los mira, con dedén, desde arriba. Nada más lejos de la realidad. Aunque usted nunca sospechó nada, esta fundación es, en realidad, la tapadera de oscuros negocios, dirigida por pequeños desalmadso. Sabio, por ejemplo, tan ecuánime, dirige buena parte de las tramas de trabaj oescalvo infantil en el sur de Africa. Obtuvo, ignoro porqué oscuros medios, los originales de una desafortunadas películas pornógráficas que rodé en mi adolescencia, empujada por la necesidad, y que de conocerse, acabarían con la vida de mi madre. Así que tuve que callar y ceder a sus más bajos instintos, además de acostarme con algunos benefactores de la Fundación, para aflojarles, además de la entrepierna, el bolsillo. Gruñón, que de inmediato se enamoró de mí, lejos de salvarme, pemitió que eso ocurriera, tal vez ocupado en controlar la red de trata de blancas que dirige, especialzada en muchachas nórdicas de más de un metro noventa de estatura. Mocoso, siempre enfermo por  esmerarse en su papel de traficante de medicinas ilegales, también gozó de mi cuerpo sin recato, al igual que Tímido, cuando no estaba ocupado controlando sus páginas de pornografía infantil. En cuanto a Dormilón, que regenta plantaciones de haschís en varios países, pese a fumarse él mismo  buena parte de la producción, siempre halló un momento de lucidez para abusar de mí, al igual que Feliz, quien, si no se modera pronto en el consumo de cocaína, se quedará sin nada que vender  a la puerta de los colegios. 
Sólo Mudito tuvo para mí gesto de compasión, y jamás me puso una mano encima, aunque tampoco hizo nada efectivo para liberarme, acaso porque, dentro del Consejo de Adminsitración tiene voto, pero no voz. 
Y todos sabían que yo estaba al límite, y que si decidía denunciarlos acabarían en la cárcel. Varios accidentes nada accidentales me hicieron sospechar que tenía los días contados, y por eso escribo esta carta dirigida  a usted, ya que su llegada me llenó de esperanzas. Un hombre recto, tanto que mis jefes no me obligaron a seducirlo para incrementar sus donaciones. Un hombre ejemplar, tan convencido de la alta tarea que aquí se realizaba, que fue incapaz de ver la verdad aunque estaba ante sus ojos. Moriré, señor Leprince, pero no me iré sóla. La infusión que Sabio toma puntualmente cada mediodía, llevaba además, un potente veneno insípido, el mismo con que unté mi sexo antes de Gruñón entrara a mi cuarto para violarme para desquitarse de un mal amor no correspondido. Y como es habitual, vino acompañado por Tímido, que abusa de mí sin mirarme a los ojos. Y, sí,  es el mismo con el que impregné el pañuelo de Mocoso, la marihuana de Dormilón y la coca de Feliz.  A Mudito lo dejaré vivir, ya que, pese a su laconismo, estoy enamorada de él y desde que llegué a la mansión pasé cada noche mirando al techo, esperando en vano que viniera a mi cuarto para mitigar el explosivo deseo que me provoca su proximidad…”
Mudito sonríe y llora, mientrar mira a los demás con gesto triunfal.  Salta sobre la mesa y le da a la inerte Blanca un apasionado beso, mientras Leprince sigue leyendo:
“Los otros seis morirán , calculo, cuando acabe usted de leer esta carta. Y también morirá usted, señor Leprince. Por haber mirado hacia otro lado todo el tiempo, por no querer ver la realidad, temeroso acaso de que su mundo burgués se desmoronara sin remedio. La tinta que toca está impregnada de un poderoso veneno. Saqué la idea de una novela de Umberto Ecco, usted ya sabrá cual, porque será tonto, pero también es muy culto.
Como habrá deducido, me suicidé, aunque en realidad todos vosotros, salvo Mudito, de una o otra forma, me han ido matando poco a poco.  Atentamente, Blancanieves”. 
—¡Esto es ilógico! —protesta el Sabio y cae muerto.
—¡Pero qué hija de puta! —grita Gruñón y cae fulminado.
—Creo que será mi último estornudo —comenta Mocoso. Y tiene razón.
—Yo, yo, yo…—balbucea Tímido y muere sin hallar las palabras.
—Me temo que esta siesta será muy larga —bosteza dormilón y se duerme para siempre.
—Sólo espero que en infierno haya discotecas —sonríe Feliz y la palma.
Leprince, incrédulo, tiene los ojos fijos en la carta y descubre una posdata en el doblez del papel, que lee antes de caer fulmiando:
“por favor, impida que Mudito me de un beso de despedida. El veneno que tomé se concentra en lo labios. Gracias".
Mudito se separa del cuerpo y grita:
—¡Mierda!
Luego cae muerto.

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