miércoles, 20 de agosto de 2008

Migas de pan






Cuando era niño, a Sotanovsky el mundo se le antojaba un lugar enorme, lleno de lugares y personas que eran puntos diminutos.Y llegar de un punto al otro representaba el riesgo de equivocar el camino.
Su mayor temor, era perderse.
Por eso iba fijando cada detalle con la mirada, erosionando buzones, señoritas en edad de merecer, portales y jubilados en sus respectivos bancos. Pero los ojos se le llenaban y cuando lloraba, sobre todo si ocurría en abril, sentía que cada lágrima le iba lavando datos de un valor incalculable.
Buscó consuelo en el saber, pero los filósofos griegos no le fueron de ayuda. El que decía que un río no era nunca el mismo rió le hizo pensar en el suicidio temprano, y al buscar una guía en Aristóteles, el método peripatético, aplicado a sus desvelos,se le quedaba en patético y gracias.
Cuando llegó a la adolescencia, se empeñaba en pensar que no había llegado: la había encontrado, aunque nunca supo cómo ni para qué. Cuando se incendió su instituto, dudó entre salvar el contenido de la sala de mapas y el contenido del vestido azul de la joven profesora de historia. Salvó a la profesora, y en agradecimiento, ella le enseñó a recorrer los senderos de su cuerpo guiándose por un sistema de gemidos y lunares que si bien no era demasiado exacto, al menos resultó revelador.
Su reloj era una brújula,su llavero un sextante, pero dejó de orientarse por el sol cuando comenzó a sospechar que la esfera cambiaba de trayecto sólo para confundirlo.
Lo de las migas de pan fue un resabio de niñez y cuentos, pero al menos le proporcionaba la tranquilidad de dejar una huella reconocible para volver sobre sus pasos, y alimento suficiente en los bolsillos si el hambre lo asaltaba en mitad de una excursión por la ciudad. El único problema eran las palomas, comedoras de senderos de regreso, ante las que desarrolló primero un odio tenaz, y luego un desapasionado instinto de eliminación. Nada personal.
Pero el mundo se le seguía antojando un bosque enorme en el que cada árbol mareaba las direcciones y cada arbusto era un cruce de caminos. Comenzó entonces a reforzar los rastros de migas de pan con otros indicios: la nariz desmesurada de una señora con un perro, la triste mirada nostálgica de un adolescente que suspiraba en una esquina, un paquete de cigarrillos en la acera, vacío y pisoteado y sin intención aparente de ir a ninguna parte. Desesperaba al comprobar la tendencia perversa de esas señales a cambiar de sitio, confundiendo sus pasos y sus actos. Así, por culpa de un gato negro con el morro salpicado de blanco, la tarde en que iba a declararle su amor eterno a una rubia licenciosa, acabó en el portal y el cuerpo de una morena tímida con avidez de contratos, de la que tardó años en librarse. Y lo peor fue que, de todas su señales vivientes, de todos los jalones con que marcaba sus itinerarios, el único que permanecía inmóvil era la morena tímida ávida de contratos. Por eso acababa volviendo a ella, incluso un cuarto de hora después de haberle anunciado que se marchaba para siempre.
Casi todo lo que ganaba lo gastaba en pan y en medios para eliminar a las palomas. Y así fue creciendo, con la certeza del error alojado en la suela de sus zapatos.
El mundo le seguía pareciendo enorme, y sus habitantes, él incluido, minúsculos puntos tan insignificantes como las migas de pan que cargaba en los bolsillos.
En uno de sus retornos por error, la morena tímida, etc, declaró haber hallado la solución a su problema y le regaló un GPS. Él estudió el aparato y concluyó que semejante adelanto técnico de poco lo servía: no deseaba saber adonde estaba en cada momento, sino cómo volver a ellos.
Cierta mañana, cuando ya pisaba la madurez, tuvo seguridad de la inmensidad del mundo y de su propia pequeñez. Caminaba por el parque, atento a los senderos, y supo que cada humano era una miga de pan que marcaba un trayecto exacto o caprichoso, hitos ajenos que igual marcaban el camino de la vida, que el sendero tortuoso de la muerte. O que no marcaban nada. Entonces vio la sombra que intuyó una nube colosal cruzando el cielo, y al alzar la cabeza vio descender la gigantesca paloma, con el pico abierto, sobre él.
Nada personal
Su último pensamiento fue que al coloso que lo había dejado caer en su camino, le costaría mucho hallar el trayecto de regreso.
Y sonrió por primera y última vez

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho,....... que cada lágrima iba borrando datos de un valor incalculable.
Lo considero de interés no sólo cultural sino de Interés emocional y humano, este relato.