(En un lugar cercano,
dentro de poco tiempo,
si no lo evitamos.)
Es cierto, amor.
Es verdad, amigos
Hay que admitirlo entre
compañeros
(e incluso si se trata
de fugaces conocidos).
Es mi deber decirlo, ya
que soy uno de los más viejos de la tribu.
Es inútil negarlo por
más tiempo, hijos míos:
Nosotros fuimos los que
cambiamos el cielo por este purgatorio de pasillos.
Los culpables de todo.
Los sindiós.
Los demagogos ingenuos
malnacidos de los que os hablan
en el templo
cada tarde los
sacerdotes del patrón.
Casi no recuerdo cómo
ocurrió.
Pero sí recuerdo una
cosa:
Estábamos rodeados de
hijos de puta.
Alguien nos cambiaba el
precio mientras dormíamos.
Y nuestras pestañas eran
en realidad
el código de barras de
un producto de oferta
a punto de caducar en
cualquier supermercado chino.
Y quisimos cambiarlo
todo.
Pero no supimos.
No pudimos.
A veces sospecho que no
quisimos.
¿Qué fue de nuestros
afilados sueños,
de nuestros versos
capaces partir en dos mitades y al vuelo
un rizado vello púbico o
un sistema corrupto?
¿En qué descanso entre
dos tiempos
decidimos empatar ese
partido de solidarios contra desclasados,
el mismo que nos
dijeron que íbamos ganando,
incluso sin haber
pertenecido
nunca
a ninguno de ambos
equipos?
¿Por qué dejamos que se
apolillara en el trastero
ese abrigo de motivos que
(dijimos)
nos salvaría de la
intemperie de la historia,
escrita siempre por y
para otros,
y siempre lejos?
Tal vez porque sabíamos
que nos quedaba grande,
ese abrigo.
Que era menos
arriesgado
hacernos el origami con
los poemas y los textos utópicos,
que hacernos el
harakiri con la realidad indiferente y bien vestida.
Esa realidad que nos prometía
una silla supletoria y
derecho a las sobras
en el banquete de los
supervivientes;
La que nunca nos contó
(pero
sabíamos,
joder,
claro que sabíamos)
que nuestra dignidad
sería el entrante, el primer plato y el postre;
el mantel y el felpudo,
la sabana pringosa o la
servilleta ajada
con que los comensales
indiferentes
se limpiarían las manos
o los gruesos obscenos labios
pintados
de rojo
sangre
ajena.
Y nos plegamos.
En tres.
Es veintidós.
En millones, si hacía
falta.
Y si no nos hartamos de
esperar a que cayeran las migajas
fue porque solo nos permitieron
entrar a la antesala de ágape
armados
de paciencia.
Y creímos lo que
quisimos creer, queridos míos.
Y soltamos los palos
para que no nos
llamaran violentos.
Y nos molieron a palos.
Y preferimos pensar que
una ley mordaza
era algo que podíamos
cambiar llevando el ticket
a la planta de
complementos de El Corte Inglés,
donde siempre podía ser
primavera
en pleno invierno
si así lo decretaba el
crédito de tu tarjeta.
Y en nombre del estado
de derecho
nos quitaron los
derechos.
Y en vista de que no
sabíamos elegir
(cuando
ellos decidían que era tiempo de elecciones)
un día
directamente
decidieron por
nosotros.
Y como la palabra
escrita era demasiado valiosa
para dejarla en manos
del populacho,
nos cortaron las manos
con el mismo quirúrgico
desdén
con que antes nos
habían cortado las ideas.
Y nos lo merecimos.
¿Os he dicho que estábamos
rodeados de hijos de puta?
También de espejos.
Por eso cada noche,
cuando ya han hecho su
ronda de cernícalos
los sacerdotes del
patrón,
dejo de fingir que me
he quedado vacío de esas palabras
(secretas
Prohibidas)
y nos sentamos en el
rincón más olvidado del pasillo,
en torno al fuego,
para afilar entre
susurros las pocas que me quedan,
las que debéis esconder
celosamente
hasta que llegue el
momento
de cortar gargantas y
cadenas.
Porque a cada sílaba
rebelde que aprendéis
me crecen dedos en los
muñones;
y acaso con el tiempo
pueda empuñarlas otras vez,
pero sin miedo al doble
filo,
porque solo lo que
corta abre caminos.
Y nosotros estamos
hartos de vivir
un simulacro de vida en
un pasillo.
Por eso, hijos míos,
queridos amigos,
cuando llegue el
momento
y armados de palabras
como alfanjes,
vamos a cortar amarras
sin temor a la deriva.
Que siempre será mejor
naufragar en alta mar
que ahogarnos en este
charco,
un poco más cada día.
Vamos a hacerlo.
Vosotros lo haréis.
Con vuestras manos.
Con mis muñones
florecidos en dedos acusadores.
¡Lo haréis!
Salvo que
como nosotros,
estéis rodeados de hijos
de puta.
Y de espejos
No hay comentarios:
Publicar un comentario