miércoles, 30 de julio de 2008

El libro colectivo "Weimar"




Entre las grandes satisfacciones que me dio mi primera -y ojalá no -ultima- participación en la Semana Negra de Gijón, está la de haber participado, modestamente, en el libro colectivo que ya es tradición en la cita anual y que se regala a los asistentes en el día y lugar determinados. Ni antes ni después.
En este caso, fueron dos volúmenes contenidos en una caja común, y dedicados a la época de Weimar. el período de entreguerras en el que se fraguó el horror posterior. Uno de los volúmenes, "Desde el olvido", incluye textos y obras gráficas de artistas de esa época, muchos de ellos perseguidos o incluso aniquilados pro la oruga nazi que sembraba sus babas por la vieja Europa. El otro, "Desde la memoria", recopila textos, cómics, ilustraciones, etc, de autores contemporáneos, que abordan, de un modo u otro, la controvertida etapa de Weimar.
El proyecto, no podía ser de otra manera, fue impulsado por Paco Ignacio Taibo II y Angel de la Calle, sístole y diástole que hacen latir la Semana Negra como eje no sólo de la literatura del género en todo el mundo, sino también del cómic, las nuevas formas de expresión y de esa especie amenazada que se llama MEMORIA. Contaron la complicidad inexcusable de Carlos Fortea para seleccionar el material de los autores de la época, y la financiación de Pepsi, que permitió regalar 1.000 ejemplares de una obra cuyo coste en mercado, de poder comercializarse, sería bastante alto.
¿Qué donde se consigue?
Ya no se consigue. Se regaló al público el 19 de julio, en la Carpa del Encuentro, en la Playa de Poniente de Gijón.
Y como supongo que diría Taibo, el que no lo pilló, se jodió.
Haber estado allí.

Cuando PIT II me llamó por teléfono para comunicarme oficialmente que "Camino de ida" era finalista del Memorial Silverio Cañada 2008, más o menos aguanté el tipo. O eso creo.
Pero cuando me propuso participar en este libro con un cuento, casi me cago. Literalmente. Temas como Weimar o el nazismo siempre me echaron para atrás. No me gustan las películas que acaban mal. Tampoco las que acaban demasiado bien, pero esa es otra historia. Lo mío es sacarle punta más o menos irónica al absurdo de la vida y temía resultar irreverente con algo que respeto demasiado, como es el martirio de toda una generación de intelectuales aplastados por la roca de la insensatez. Pero Taibo, que está curtido en mil batallas, me dijo que no me preocupara por eso, que incluso un toque de humor vendría bien en el libro. Y que escribiera lo que quisiera, enmarcado en ese período de tiempo.
Lo hice. lo envié. Y Cristina Macía me dijo que le había encantado y que no desentonaba. Respiré tranquilo. Hasta que, al revisar el programa oficial de la XX SN, vi los autores con los que me tocaba compartir páginas en el volumen "Desde la memoria":

Antonio Sarabia, Jeronimo Tristante, Julio Murillo, Ernesto Mallo, Juana Salabert, Carlos Fortea, Rafael Marín, Juan Miguel Aguilera, Paco Ignacio Taibo II, Angel de la Calle, Jaime Sarusky, David C. Hall, Mario Mendoza, Fritz Glockner, Susan y Doug Braithwaite, Marta Cano, D´Israeli, Luis García, Ivo Milazzo, Enrique V. Vegas, Miguel Barrero, Jesús Palacios, Jorge García, Enrique Flores, Miguel Gallardo, Alex Gallego, Toni Guiral, Ricardo Machuca, Joan Mundet, Mariel Soria, Victor Andresco, Quim Perez, Lorenzo F. Díaz, Daniel Mordzinski, Edu Ocaña, Mauricio J. Schwarz, Martín Pardo, Carles Santamaría, Yayo Díaz Rodríguez, Raúle, Sagar, Pepe Gálvez, Sonia Pulido, Antonio Navarro

Joder. Y yo con mi cuentecito ligero entre tanta letra grande y tanta imagen de calidad. Ya no podía hacer nada y me alegro de ello. Supongo que, de haberlo sabido, hubiera escrito otro tipo de cuento que -tal vez- encajara mejor- pero que no habría sido del todo mío.
Y creo que Taibo lo sabía. Este hombre tiene un pacto con el diablo. Y el diablo lleva gabardina.

Así nació El petiso milonguero, como una forma de exponer lo poco que se sabía o se quería saber sobre el horror en ciernes, y también como un guiño a los lectores de Camino de ida; los que la leyeron cuando era la primera y única novela publicada de un desconocido, y los que puedan descubrirla ahora, cuando es la primera y premiada novela de un desconocido que ya ha publicado dos.

Una advertencia: la acentuación es incorrecta a propósito, para facilitar la lectura "en argentino" de los personajes. Hay tildes incluso donde no es necesario.

El petiso milonguero


A Leonardo Oyola. Y a Galván, que no firmó.


(París, 1928)
El petiso entra al Florida pisando fuerte, como si fuera el dueño todo Montmartre o le faltaran menos de tres cuotas para terminar de pagarlo. Carlitos lo mira y piensa que en el Abasto hubiera durado menos que el viraje de una laucha. Apura la copa de champán y las burbujas le recuerdan que ya no está en el Buenos Aires malevo de hace quince años, sino en un cabarute de París, rodeado de franceses cogotudos, pitucos de varias razas, príncipes con y sin trono y percantas caras y de las otras.
Y que las caras se parecen a las otras
Agarra otra copa mientras estudia al petiso, que le suena de algo. Ese andar chistoso que quiere ser serio, esos gestos secos, como de un juguete al que le han dado cuerda de más, ese bigotito…
—Ché, pibe: ¿ése petiso de ahí no es Chaplín? —le pregunta a uno de los músicos argentinos anclaos en París que se han vuelto inseparables de su grupo.
—No creo, don Carlos —dice el pibe —. Me parece que el bigote de Chaplín es postizo y solamente lo usa para filmar…
—Traéme otra copa, andá —le ordena Carlitos, molesto por que el pibe lo corrija con razón. Le encantaría que el petiso sea su tocayo y poder conocerlo en persona. Aunque si es Chaplín, le va a robar toda la atención. Y esa gente vino a verlo a él. Todas las noches vienen al Florida para oírlo cantar.
El petiso lo campanea de reojo, cuando cree que Carlitos no lo ve, y se muestra, como esperando que sea el cantor el que lo reconozca. “¿A ver si va a ser Chaplín, nomás, que se olvidó de sacarse el bigote?”.
Pero no es. Algunos de los presentes reconocen al petiso y se dicen cosas al oído, y Carlitos los separa enseguida en dos grupos: los que están excitados por su presencia y los que están cabreros pero disimulan.
Y mientras tanto, el petiso se acerca haciéndose el otario, como perro que tiró la olla. A un metro más atrás, dos muchachones rubios y grandotes, de pelo cortito, lo siguen acompasados.
El pibe vuelve con más champán y Carlitos se arrepiente de haberlo tratado mal hace un ratito. ¿Se le está subiendo el champán al balero, o se le está subiendo el éxito de estos días en Parïs?
—Al champán te acostumbrás enseguida; al hambre, nunca —piensa en voz alta y enseguida le dice al pibe—: Anótala. Esa frase anotála, que después se la doy a Cadícamo y nos hace un tangazo.
Pero el petiso se acerca y a Carlitos le llama la antención lo pálido que esta, como si hubiera pasado una temporada en la cárcel. Pero lo mira a los ojos y piensa: “Este no tiene mirada de preso, tiene mirada de carcelero”.
Carlitos sonríe porque le cuesta dejar de sonreír y porque se acuerda de que está en Francia como invitado y doña Berta le enseñó que hay que ser educado cuando estás de visita. El petiso contesta con un cabezazo entusiasmado y junta los piés golpeando los tacos.
—¿Estás seguro, pibe, de que no es Chaplín? —murmura Carlitos.
—Seguro, don Carlos. Acuérdese del bigote.
Quelevachaché, piensa Carlitos y le ofrece la mano:
—Soy Carlos Gardel —dice.
El petiso se apura a sacudirla y dice su nombre en un idioma que no es francés, eso seguro.
—¿Quién es, don Carlos? —susurra el pibe.
—No entendí un sorete —contesta Gardel en el mismo tono y sin dejar de sonreír—. Me parece que dijo que se llama “Algo Gil-el”. Algo gil. Y si, cara gil tenés, sopeti — le dice al del bigote—. ¿Sabe tu mamá que estás acá? Me parece que sos muy chiquito para entrar en un piringundín como esté…
—Don Carlos —ruega el pibe—, no lo chache, que este tiene pinta de cana…
El petiso no capta la burla y hace unos gestos enérgicos con la mano en el aire, como si escribiera. Y después señala a la pista, donde parejas francesas bailan algo que se parece a un tango pero no es.
—Creo que le pide un autógrafo, Don Carlos.
—Dejáme de hinchar las pelotas, a esta hora, un autógrafo… Decíle que no firmo —dice Gardel apurando otra copa y ya van…
Pero el petiso insiste y habla en su idioma, que parece hecho de ladridos cortitos y ladridos largos. Señala a la pista y pone los brazos como para bailar un tango.
—¿Y ahora que quiere éste, bailar conmigo? ¡Andá a cagar, petiso…!
Pero cuando se da la vuelta para irse al camerino, tiene una idea mejor, una idea con burbujas. Una idea de champán:
—¡Culona, vení, Culona! —llama con voz tan alta que se oye por encima de la orquesta. Y la Culona viene. Se llama Jeanne no sé qué, y aunque viste como una pituca, Gardel sabe que viene de alguno de los firulos más arrastrados, en los que hace unos años el tango empezó a pegar en París. Y piensa que el tango siempre empieza desde abajo,como él. “Pero sube, tengo que subir”, se dice.
Aunque habla bien en francés , el champán lo lleva a seguir la joda cuando dice:
—Culoné, enseñalé a bailé el tangué a le petisé.
La Culona no entiende las palabras pero sí el gesto y se lleva al petiso para la pista, mientras los dos roperos rubios se quedan papando moscas. Algunos franchutes, de los que parecen conocerlo, paran de hablar o de bailar y miran a la parejita. Y para sorpresa de todos, el petiso baila. Baila el tango como si lo pisara, pero baila. Da pataditas secas pero se sabe los pasos y lleva el ritmo.
—¡Mirálo al petiso milonguero! —comenta Carlitos—. A este le enseñaron en alguna academia, pero le afanaron la plata. ¡Mirálo, pibe, baila el tango como una marchita militar!
—A mí me da el pálpito de que lo habla el coso éste es alemán, o algo así.
—Llamálo al Rusito, entonces. Porque este petiso vuelve…
—Pero me parece que el viejo del Rusito era polaco, no alemán…
—Polaco, alemán, ¿y a mí qué mierda me importa? Suena igualito. Andá, traélo.
El Rusito es otro músico sin suerte, que vino a París pensando que acá la guita la cagaban los perros. Pero parece que todos los perros que encontró ya habían cagado, porque tiene un hambre atrasada… Barbieri lo conocía de vista, de Buenos Aires, y lo llevan con ellos para que ayude. Llega volando.
—¿Qué necesita, Don Carlos?
—Que me digás si lo que hablan estos cosos es alemán o qué.
Gardel mira a uno de los rubios grandotes y le pregunta:
—¿Vos siempre tenés esa cara de pelotudo o solamente los viernes a la noche?
El rubio contesta algo y habla con el otro. Ladridos cortos. Ladridos largos.
—Y…sí, es alemán —dictamina el Rusito—. Algo me acuerdo, me enseñó mi viejo, de chiquito.
—Traducíme, entonces, que ahí vuelve el petiso milonguero…
Y viene, otra vez escribiendo en el aire, y le muestra unos papeles que le alcanza uno de los rubios. Gardel se los quita y se los da al Rusito, que lee.
—¿Y, qué carajo quiere el petiso este?
—Parece un contrato, don Carlos.
Las burbujas se evaporan de golpe. Era una fija. Tan agrandado, el petiso sólo podía ser o cana o empresario. “Mejor empresario”, se dice Carlitos. Lo de sus papeles no está muy claro. Antes de venir de Buenos Aires, falseó la edad para que figure que ya cumplió los cuarenta y no lo obliguen a hacer el servicio militar, como a todos los nacidos en Francia. Además, el éxito de estos días puede ser espuma de champán y es mejor asegurarse. Pero el petiso sigue sin gustarle ni medio.
—Decíle que ya tengo empresario en Francia. Que no firmo autógrafos.
Ladridos cortos. Ladridos largos. Un maullido ronco y otro ladrido.
—Dice que no es para Francia. Es un contrato para Alemania primero y después, para todo el mundo. Y que va a durar mil años, por lo menos…
—La pucha, con el petiso milonguero… Leélo otra vez, Rusito.
—No entiendo mucho, don Carlos. Algunas frases, nomás.
—¿No era que tu viejo te hablaba en alemán?
—Sí, pero solamente cuando estaba en curda.
—¿Qué paso, dejó de chupar?
—No. Estaba en curda todo el tiempo y no se le entendía una mierda.
El petiso golpea con el pie, impaciente y vuelve a hacer el gesto de firmar.
—¿Es mucha plata, Rusito?
—Y… parece. Hay un montón de ceros, pero como está en marcos, no calculo.
Le ladra algo al petiso, que contesta y esta vez Gardel entiende el ladrido de la cifra en francos. Y es una parva de plata. El petiso ladra cortito.
—Dice que eso es para empezar, nomás —traduce el Rusito—. Lo que pasa…
—¿Qué pasa?
—Por lo que entiendo acá, tiene que cantar los tangos en alemán, grabar otros que le escriba el petiso y cambiarle en parte la letra a los del repertorio… ¡Mire, acá hay un ejemplo: en Mano a mano, donde la letra de Celedonio dice “como juega el gato maula con el mísero ratón”, usted tiene que cantar: “como juega el judío perro con el sufrido alemán”. Y acá, hay otro cacho que entiendo, de Caminito. En el estribillo, en vez de cantar “desde que se fue/ triste vivo yo/ caminito amigo/ yo también me voy”, tiene que decir: “El pueblo alemán/siempre fue el mejor/ el Partido Nazi/ se lo recordó”. Esto es de locos, don Carlos.
—Y… el que tiene plata, hace lo que quiere —comenta Carlitos inaugurando otra copa de champán—.Es mucha guita. Pero decíle que a esta hora no firmo autógrafos, decíle. No, mejor: preguntále si conoce La cumparsita…
El ladrido es casi feliz. Sí: la conoce.
—Decíle que yo la canto en castellano y el me sige en alemán, verso por verso.
El petiso milonguero da un saltito de alegría: ¡Va a canta con Gardel!
Carlitos frena a la orquesta con un gesto, y empieza a cantar, bajito, a capella:
— Al cotorro abandonado…
— den cotorro überlassen… —desafina el petiso.
ya ni el sol de la mañana…
nicht mal die sonne des morgens…
— asoma por la ventana…
— scheint durch das fenster…
como cuando estabas vos…
als wenn du da warst…
Carlitos lo para con un gesto:
—No va a andar,petiso. Hacéme caso, no te quiero garcar la plata…
El del bigotito no necesita traducciones. Salta de rabia, gesticula amenzante y enseguida empieza a enumerar razones en ladridos:
—¿Qué dice, el coso éste, Rusito?
—Bu- bueno, hay partes que mejor no se las traduzco, don Carlos, si no, acá se arma la gorda. Pero dice que se imagine a todo un país, a todo el planeta bailando y cantando sus tangos…
—Es una agrandado, el soretito este. Decíle que no exagere, que no a todo el mundo le gusta el tango…
Cuatro ladridos. Dos de ida y dos de vuelta.
—Dice que él va a obligar a todos los países a que les guste. Que usted firme y que juntos van a conquistar el mundo…
Carlitos le pide los papeles y una lapicera. El petiso milonguero gime de alegría, pero se queda extrañado cuando Gardel camina hacia el escenario, le dice algo a la orquesta y se larga con Mano a mano. Carlitos, sin soltar el contrato, la canta como nunca, como si de a ratos no tuviera miedo de despertarse una manaña sin esa voz que lo sacó de la miseria, como si la plata no importara y la fama fuera puro cuento.
El petiso sonríe cuando lo ve apoyar el contrato en el piano y escribir sin dejar de cantar como nadie cantó antes. Y casi llora, cuando entre un aplauso interminable, Carlitos camina hacia él y le tiende el contrato.
El petiso lee, no entiende y le pide al Rusito que traduzca la firma:
—“Gil a cuadros” —dice el Rusito y le explica, asustado.
El petiso mira asombrado a Carlitos, que señala con la cabeza hacia el público, que no cesa de aplaudir:
—No me vengás con amenazas, sopeti, que en 1915, uno mucho más guapo que vos me pegó un balazo en el fuelle izqierdo. Acá adentro, la tengo, ¿ves? –se señala el costado— Y creo que cantando me defiendo más o menos, ¿no?
Le señala al público, que sigue aplaudiendo y sin poder contenerse, lo despeina un poco:
—Cuando podás cantar así, a lo mejor conquistás el mundo, petiso. Te dije que no firmo autógrafos. Rajá.
Los rubios se mueven, pero ya Barbieri y los demás los tienen rodeados y el petiso milonguero no quiere escándalos. Se retiran, pero antes suelta unos cuantos ladridos en voz bajita, sin dejar de mirar a Gardel a los ojos.
Da media vuelta y se va.
—¿Qué te dijo el gil-el éste, Rusito?
—No entendí bien, don Carlos. Algo de que usted se lo perdía, y que el negocio lo va hacer igual, pero con Wagner, que además le cuesta gratis. Y que tenga cuidado con los accidentes. Y con los aviones…
—Maldiciones a papá mono… —responde despectivo Carlitos, mientras con disimulo se mete la mano en el bolsillo del pantalón y se pelliza el huevo izquierdo.
—¿Y ese tal Wagner, quién será, don Carlos?
—Andá a saber, Rusito. Otro petiso milonguero como él .Algún uruguayo, seguro. Lo que te dije, pibe: este, en el Abasto, duraba menos que el viraje de una laucha…


Carlos Salem

3 comentarios:

Javier Das dijo...

Joder, quien pillara una copia esa caja con esos dos libros.
Genial el cuento.
A ver si comento Matar.. en mi blog.
Un abrazo.

Ángel Gasóleo dijo...

Hey, hola, me gusta mucho su literatura, me parece muy interesante su blog, pero es muy duro leer los posts con letra blanca sobre fondo negro. Sobre todo por el fondo negro, que destroza la vista.

Un saludo.

Anónimo dijo...

carlos, los q te conocemos sabemos que eres grande,
quizá el más grande y esto lo certifican los que te están empezando a conocer.
un abrzo compañero, desde aquí, desde mi atalaya
y todos tu exitos serán nuestro alimento.