(Otro de Sotanovsky. Es un ser sin memoria, absurdo y cambiante, capaz de morir en un cuento y estar vivo y sin memoria del dolor en el siguiente. Quién pudiera.)
Habitaban los rincones del dormitorio y sólo eran visibles por el costado de sus gafas. Llegaban con la tercera cerveza o el segundo paquete de tabaco y siempre de noche. Por lo general cuando Sotanovsky escribía o estaba solo. Y casi siempre escribía y estaba solo. Eran minúsculas y volátiles. Traviesas, al principio de mostraban y se escondían, pero sin usar toda su velocidad, supuso que para permitir que las viera. Poco a poco, comenzó a diferenciarlas. Cada una tenía su personalidad, aunque en apariencia todas eran iguales, blancas y flameantes. Parecían nadar en el aire antes de perderse por un costado de la cama, detrás del cabecero. Tardó en habituarse a ellas, a su presencia fugaz, y cuando hablaba solo ya no lo hacía en voz alta. Alguna vez, al mencionar el nombre de Ella en plena borrachera, hubiera jurado que una diminuta sabanita voladora se sacudía de risa, mofándose de su dolor. Cuando no resistía la urgencia de llanto, se encerraba en el baño para que no pudieran verlo. Y dejó de insultar la ausencia de Ella, de recriminarle la monótona letanía de sus quejas. Sabía que las sabanitas estaban ahí, agazapadas y niñas. No quería apenarlas con su pena, o peor aún, ser objeto de su burla cuando dos se rozaban en el aire y Sotanovsky creía que se murmuraban compasivas frases cargadas de ironía.
Una de ellas, la más audaz, se acercó una noche. No lo suficiente como para que pudiera tocarla, pero permaneció ahí, nadando en el aire. Sotanovsky le sonrió y le narró su torpe desesperación. Hubiera jurado que lo escuchaba. Lo supo por la manera de flotar, tensa en la atención, ondeando apenas la parte trasera y con el extremo delantero un poco inclinado en la actitud del que oye algo interesante.
Comenzó a venir cada noche, ignorando las advertencias de las otras, que nadaban inquietas y la llamaban con sus puntas encrespadas. Una madrugada, Sotanovsky sintió su peso leve sobre el hombro, y aunque nunca había soportado que nadie -ni siquiera Ella- leyera detrás de él lo que escribía, su presencia lo animó. Siguió tecleando y bebiendo; de pronto las palabras tenían música otra vez, y cuando giró la cabeza para verla, la sabanita voladora asintió aprobando su trabajo.
A veces la vencía el sueño y se estiraba en su pierna. Sotanovsky le hacía cosquillas en el centro y se sacudía de risa. No le puso nombre porque tendría uno propio y cambiarlo sería un acto de vanidad inútil. Un racimo de sabanitas voladoras escandalizadas vigilaba su amistad con aire de reproche. Pero la pequeña y él eran ajenos a todas las reglas que rigen y separan las vidas de los hombres y las diminutas sabanitas voladoras.
Se convirtió en censora, crítico y musa de su literatura: bastaba una arruga de disgusto ante una frase forzada, un extremo negando la validez de un párrafo, para que Sotanovsky modificara el texto y buscara un camino más acertado. Era parca en elogios y sólo cuando alcanzaba a rozar la perfección, se permitía nada hasta su mano y darle una palmada de aliento.
La pila de folios crecía, y cuando Sotanovsky se sentía agotado, se tumbaba en la alfombra y le hablaba de Ella. Le confesó la impotencia de sus palabras, capaces de crear mundos, dar vida y dar muerte, pero incapaces de traerla de regreso. La sabanita lloró alguna vez con él y lo consolaba danzando un vals de humo. Hacía el payaso o se arrugaba en olas enanas, lo que fuera para conseguir que encendiera el ordenador y siguiera pariendo mundos para que las palabras no se le pudrieran dentro.
Sotanovsky volvió a beber, y ella se cuidó de invadir con pliegues afligidos la melancolía en la que él no conseguía mantenerse a flote. Estaba allí y era suficiente para que no se hundiera por completo.
Una madrugada despertó sobresaltado. Se había quedado dormido sobre la mesa de trabajo, entre el acto de apagar el ordenador y la maniobra más compleja de arrastrarse hasta la cama. La sabanita dormía sobre la mesa. De pronto supo que tenía las palabras. Las había soñado y eran un tacto de algodones en la mente de Sotanovsky: si las tocaba, se romperían; si tardaba en atraparlas, se irían para siempre. No tenía tiempo para encender el ordenador. Con un rotulador negro y sin pensarlo, escribió el mensaje en la sabanita dormida, que despertó creyendo una caricia y comprendió de inmediato la gravedad de la misión que le encomendaba. Se sacudió para despertar por completo y Sotanovsky pudo leer, antes del olvidarlas por completo, esas palabras que traerían de regreso a la mujer que se había llevado sus ganas de vivir.
La sabanita flotó hasta la ventana y la tocó impaciente. Él abrió y quiso darle las gracias pero no podía hablar. Ella Salió nadando por el aire sucio de la ciudad, en busca de un imposible.
Esperó todo el día, con la ventana abierta de par en par, aterido de frío. Y pensó en los peligros que acechaban en la ciudad a una joven y diminuta sábana voladora: cables de alta tensión, pájaros hechos a la rapiña de los desechos, niños con piedras.
Al anochecer supo que no volvería, pero permaneció junto a la ventana hasta que amaneció otra vez.
Y siguió allí, en duelo silencioso hasta que el sol volvió a caer.
Había perdido toda esperanza de recuperar a esa mujer y a su sabanita voladora, y no sabía qué pérdida le dolía más en esa hora sin sueños. Le había pedido demasiado y ella, aún sabiendo que sería su fin, lo había intentado. Se sintió culpable, pero al fin y al cabo, se dijo, él era así. Un artista no pide permiso para beber la vida, la bebe y punto. Se desnudó para acostarse, al límite del agotamiento. Se metió en la cama y aflojó cada miembro a la caricia reparadora de las sábanas, que comenzaron a estrangularlo lenta pero inexorablemente. Sonó el teléfono, oyó su propia voz en el estúpido mensaje grabado, y luego, tan lejana, la voz de Ella, anunciando su amor y su regreso. Alcanzó a descolgar y quiso hacerle una pregunta. Pero era una pregunta extraña, y fue lo último que pensó, antes de morir con los ojos llenos de puntos de luz que flotaban en el aire como diminutas sabanitas voladoras.
Habitaban los rincones del dormitorio y sólo eran visibles por el costado de sus gafas. Llegaban con la tercera cerveza o el segundo paquete de tabaco y siempre de noche. Por lo general cuando Sotanovsky escribía o estaba solo. Y casi siempre escribía y estaba solo. Eran minúsculas y volátiles. Traviesas, al principio de mostraban y se escondían, pero sin usar toda su velocidad, supuso que para permitir que las viera. Poco a poco, comenzó a diferenciarlas. Cada una tenía su personalidad, aunque en apariencia todas eran iguales, blancas y flameantes. Parecían nadar en el aire antes de perderse por un costado de la cama, detrás del cabecero. Tardó en habituarse a ellas, a su presencia fugaz, y cuando hablaba solo ya no lo hacía en voz alta. Alguna vez, al mencionar el nombre de Ella en plena borrachera, hubiera jurado que una diminuta sabanita voladora se sacudía de risa, mofándose de su dolor. Cuando no resistía la urgencia de llanto, se encerraba en el baño para que no pudieran verlo. Y dejó de insultar la ausencia de Ella, de recriminarle la monótona letanía de sus quejas. Sabía que las sabanitas estaban ahí, agazapadas y niñas. No quería apenarlas con su pena, o peor aún, ser objeto de su burla cuando dos se rozaban en el aire y Sotanovsky creía que se murmuraban compasivas frases cargadas de ironía.
Una de ellas, la más audaz, se acercó una noche. No lo suficiente como para que pudiera tocarla, pero permaneció ahí, nadando en el aire. Sotanovsky le sonrió y le narró su torpe desesperación. Hubiera jurado que lo escuchaba. Lo supo por la manera de flotar, tensa en la atención, ondeando apenas la parte trasera y con el extremo delantero un poco inclinado en la actitud del que oye algo interesante.
Comenzó a venir cada noche, ignorando las advertencias de las otras, que nadaban inquietas y la llamaban con sus puntas encrespadas. Una madrugada, Sotanovsky sintió su peso leve sobre el hombro, y aunque nunca había soportado que nadie -ni siquiera Ella- leyera detrás de él lo que escribía, su presencia lo animó. Siguió tecleando y bebiendo; de pronto las palabras tenían música otra vez, y cuando giró la cabeza para verla, la sabanita voladora asintió aprobando su trabajo.
A veces la vencía el sueño y se estiraba en su pierna. Sotanovsky le hacía cosquillas en el centro y se sacudía de risa. No le puso nombre porque tendría uno propio y cambiarlo sería un acto de vanidad inútil. Un racimo de sabanitas voladoras escandalizadas vigilaba su amistad con aire de reproche. Pero la pequeña y él eran ajenos a todas las reglas que rigen y separan las vidas de los hombres y las diminutas sabanitas voladoras.
Se convirtió en censora, crítico y musa de su literatura: bastaba una arruga de disgusto ante una frase forzada, un extremo negando la validez de un párrafo, para que Sotanovsky modificara el texto y buscara un camino más acertado. Era parca en elogios y sólo cuando alcanzaba a rozar la perfección, se permitía nada hasta su mano y darle una palmada de aliento.
La pila de folios crecía, y cuando Sotanovsky se sentía agotado, se tumbaba en la alfombra y le hablaba de Ella. Le confesó la impotencia de sus palabras, capaces de crear mundos, dar vida y dar muerte, pero incapaces de traerla de regreso. La sabanita lloró alguna vez con él y lo consolaba danzando un vals de humo. Hacía el payaso o se arrugaba en olas enanas, lo que fuera para conseguir que encendiera el ordenador y siguiera pariendo mundos para que las palabras no se le pudrieran dentro.
Sotanovsky volvió a beber, y ella se cuidó de invadir con pliegues afligidos la melancolía en la que él no conseguía mantenerse a flote. Estaba allí y era suficiente para que no se hundiera por completo.
Una madrugada despertó sobresaltado. Se había quedado dormido sobre la mesa de trabajo, entre el acto de apagar el ordenador y la maniobra más compleja de arrastrarse hasta la cama. La sabanita dormía sobre la mesa. De pronto supo que tenía las palabras. Las había soñado y eran un tacto de algodones en la mente de Sotanovsky: si las tocaba, se romperían; si tardaba en atraparlas, se irían para siempre. No tenía tiempo para encender el ordenador. Con un rotulador negro y sin pensarlo, escribió el mensaje en la sabanita dormida, que despertó creyendo una caricia y comprendió de inmediato la gravedad de la misión que le encomendaba. Se sacudió para despertar por completo y Sotanovsky pudo leer, antes del olvidarlas por completo, esas palabras que traerían de regreso a la mujer que se había llevado sus ganas de vivir.
La sabanita flotó hasta la ventana y la tocó impaciente. Él abrió y quiso darle las gracias pero no podía hablar. Ella Salió nadando por el aire sucio de la ciudad, en busca de un imposible.
Esperó todo el día, con la ventana abierta de par en par, aterido de frío. Y pensó en los peligros que acechaban en la ciudad a una joven y diminuta sábana voladora: cables de alta tensión, pájaros hechos a la rapiña de los desechos, niños con piedras.
Al anochecer supo que no volvería, pero permaneció junto a la ventana hasta que amaneció otra vez.
Y siguió allí, en duelo silencioso hasta que el sol volvió a caer.
Había perdido toda esperanza de recuperar a esa mujer y a su sabanita voladora, y no sabía qué pérdida le dolía más en esa hora sin sueños. Le había pedido demasiado y ella, aún sabiendo que sería su fin, lo había intentado. Se sintió culpable, pero al fin y al cabo, se dijo, él era así. Un artista no pide permiso para beber la vida, la bebe y punto. Se desnudó para acostarse, al límite del agotamiento. Se metió en la cama y aflojó cada miembro a la caricia reparadora de las sábanas, que comenzaron a estrangularlo lenta pero inexorablemente. Sonó el teléfono, oyó su propia voz en el estúpido mensaje grabado, y luego, tan lejana, la voz de Ella, anunciando su amor y su regreso. Alcanzó a descolgar y quiso hacerle una pregunta. Pero era una pregunta extraña, y fue lo último que pensó, antes de morir con los ojos llenos de puntos de luz que flotaban en el aire como diminutas sabanitas voladoras.
1 comentario:
take a ticket to André Benjamim. Have a nice trip.
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