jueves, 19 de agosto de 2010

Mis libros de cuentos, según Jorge Eduardo Benavides



(Que hablan bien de tus libros, siempre gusta. Pero que lo haga alguien con la solvencia literaria de Jorge Eduardo Benavides es un lujo que apetece compartir, incluso con rubor)





«El periodismo es la tumba de la poesía, Zavalita», le confiesa un poeta claudicado a su amigo novato en las páginas iniciales de Conversación en la Catedral. Y casi siempre ha sido así, como saben tantos escritores que sucumbieron al oficio de plumillas bien por necesidades alimenticias o bien por la intuición de que la literatura casi nunca da para vivir: ambas son correctas. Las prisas del periódico, el ambiente bohemio y tirando a canalla —me refiero al de hace unos años, hoy en día los periodistas son saludables y se les encuentra en los gimnasios antes que en los bares— así como la inmediatez en la confección y redacción de noticias, sueltos, crónicas, columnas de opinión y mecanografías varias terminaban por convertir al escritor en un sin papeles en ese territorio desconocido (para él) de la república de las letras, en un mercenario de 350 pulsaciones por minuto, en un desencantado que a la hora de escribir ficción terminaba por quedarse con la prosa estreñida y más bien aséptica de la noticia periodística.
Muy pocos resisten el envite.
Carlos Salem es uno de ellos, pues este escritor ha batallado en redacciones de revistas femeninas, en periódicos de toda laya y como free lance de cuanta publicación le solicitara sus servicios, y sin embargo no sólo ha salido indemne de esa desigual batalla contra la indiferencia, el olvido y la redacción, sino que, a juzgar por estos cuentos, ha sabido rescatar lo mejor del oficio periodístico: la rapidez para colocar los elementos constitutivos de la historia, la sagacidad para saber qué se cuenta y qué se deja de lado, y más aún: el valor de un dato escamoteado en la historia para que esta se resuelva con solvencia.
Porque Salem sabe bien que el de escritor también es un oficio un poco mercenario que exige de quien lo asume una constancia y una paciencia inquebrantable, mucha serenidad ante los deslumbrones y ante los desengaños: no siempre salen las cosas como uno quiere, y menos en el territorio elusivo de la ficción. Y menos aún cuando saltamos de un género a otro, donde tenemos que demostrar que el pulso narrativo siempre es eficaz, vigoroso y adecuado para manejarse en cada caso sin que la prosa pierda fuelle y se resienta con las cambios de humor que el escritor le impone a sus textos, sabedor de que estos requieren una mirada particular.
Más difícil aún es que un buen escritor de novelas, como es el caso de Carlos Salem, también lo sea de cuentos. Confieso que después de leer un par de novelas suyas que me gustaron mucho, al punto de llamarlo para decírselo cuando éramos apenas dos desconocidos, me dio cierta aprensión saber que había cometido cuentos. Muchos amigos son también profesionales del crimen y saben que lo que digo es cierto: rara vez sale indemne el novelista que decide pasarse al cuento y aunque la recíproca —pasar del cuento a la novela— parece más bien el producto de una evidente evolución cuando uno empieza, tampoco resulta tarea fácil. Así, muchos escritores que comienzan escribiendo cuentos y dan el salto a la novela suelen fracasar (el noventa por ciento lo hacemos…) y peor aún cuando el perro viejo novelista decide volver a los cuentos. Ello ocurre así porque la diferencia entre estos géneros es sideral, en contra de lo que se opina o se cree. La extensión es sólo una evidencia de diferencias profundas e irreconciliables entre cuento y novela. Por eso es difícil que quien se maneja en uno pueda hacerlo con igual destreza en otro.
Estos dos libros de cuentos que hoy presentamos son dos recopilaciones marcadas por temáticas a simple vista distintas pero que terminan siendo vinculadas por un elemento que también esta presente en las novelas de Carlos: la impronta desolada y esquiva de sus personajes, la supuesta dureza tras la que escudan una perplejidad frente al mundo que invita a pensar en estos con ternura, algo que seguramente cualquiera de ellos rechazaría con cajas destempladas y trabucazos irreproducibles.
«Yo también puedo escribir una jodida historia de amor» es no sólo un título digno de la factoría Salem, sino también una declaración de intenciones: son historias ácidas, tocadas por el ángel del escarnio y el desencanto que sobrevuela sus páginas con prisa, con malicia, con vehemencia y dolor. Pero no son historias dramáticas ni mucho menos. No nos llamemos a equívoco. El narrador que utiliza Salem para desarrollar estos cuentos de acerada factura sabe demasiado bien que la vida a menudo está a medio camino entre la comedia y la tragedia, que los momentos difíciles suelen volverse con el tiempo recuerdos que convocan nuestras risas, y que no hay nada, absolutamente nada a lo que le podamos presuponer duración eterna. Por eso, más que a Bukowski o a cualquier otro desencantado existencial de los que suelen mencionar como modelos o tendencias de Salem, yo encuentro en estos cuentos de Salem una intemperancia y un desasosiego más cercano al ácido humor de Ferdinand Celine. Los personajes que deambulan por las páginas de este libro no han encontrado su lugar en el mundo, son más bien incomprendidos y solitarios que tan pronto huyen del amor como van a su encuentro. La atmósfera áspera como los propios escenarios apenas se suaviza con una prosa que advierte del paso del escritor por la poesía, de su dominio de los tiempos a la hora de contar y de una perspicacia sin fisuras para encontrar el ángulo desde donde narrar las historias.
«Yo lloré con Terminator 2» no es un título provocativo o que busque la risa fácil, como alguien podría suponer. Es también una declaración, una rotunda declaración, pero no de intenciones sino en este caso de principios. El universo de estos cuentos es hermético y más bien asfixiante: casi todos los cuentos tienen a los mismos protagonistas, el brutal y al mismo tiempo sensible Harly, los elementales policías conocidos como el Gato y el Perro, la suspicaz Lola, que atiende flemática detrás de la barra (hay quien dice que tiene una escopeta escondida y que no dudaría en usarla contra cualquiera de sus particulares parroquianos) el Loco, que siempre saluda con cordialidad aunque lo que más parece gustarle en este mundo es tenderse en plena vía, como un ángel desgraciado, soliviantando a los conductores; Tony y Ray, salidos de alguna película del Tarantino más pulp, artista de poca monta uno y vividor sin oficio el otro y sobre todo Poe, el escritor desencantado en torno al cual late el pulso de estos cuentos y que es una suerte de Isidro Parodi (el inmortal detective de Bustos Domeq) que resuelve casos bebiendo eternas Mahou y tomando sus decisiones según la cantidad de palillos de fósforos que saque de su bolsillo en ese momento, en una suerte de tao te king proletario y sorprendente. Cada cuento es la entrada de otro, una conjetura sobre la imperturbable y cínica vida de estos outsiders convocados por la magia de un escritor que sabe su oficio.
Que lo disfruten.

Jorge Eduardo Benavides

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